En Santa Catalina todos saben quién fue Sergio Lemos. Fue el que, cuando iba en su moto, normal, como cualquier joven de su barrio, la policía lo mató.Por algún motivo –porque había un pozo lleno de agua, o porque se asustó, o porque quiso evadir a la policía– Lemos aceleró después de que un agente gritara alto, alto, alto, tres veces.
Atrás de Lemos iba Luis Peñalva, manejando su camioneta, que vio la pierna del joven saltar por la fuerza de la primera bala que lo lastimó.
–Ahí está el pichi, en la esquina cayó el pichi –gritó el policía.
Tenía 19 años. No estaba armado. Murió sin tener nada que ver con el robo al almacén por el que la policía intentaba frenarlo.
Fue el lunes 4 de noviembre de 2013. Peñalva quedó paralizado al ver que el policía le apuntaba a él también. Pensó en Santi, el Peca, su sobrino. Se bajó corriendo a mirar.
Cuando vio que no era, respiró.
La casa inmóvil
La casa de Santiago Barreto.
Santiago Barreto (26) dejó su casa impecable. Está sin terminar, pero venía avanzando: un sillón de tres cuerpos, una isla haciendo juego y una mesa ratona de vidrio en el living. Dos macetitas con plantas de plástico y las etiquetas con el código de barras todavía sin sacar. En el congelador quedó la picaña, la bola de lomo y la panceta. Unos ravioles, medio morrón, los tortelines de carne. Un jugo, una cebolla, salsa. Los utensilios, casi sin estrenar. La cocina: el espacio sagrado para Barreto, el Peca. Que nadie se animara a cuestionarlo, que no le criticaran el lehmeyun, ni el pilaf que aprendió de sus abuelos, porque sacaba su carácter porfiado. Aunque para los amigos los cabellos de ángel fueran solo fideos, y cortar la cebolla de una forma u otra les diera exactamente igual, él era el que terminaba la conversación:
–¡Es que vos no sabés comer!
Barreto se ganó entre sus amigos el mote de chef, porque empezó trabajando en bachas pero terminó siendo encargado de cocinas, porque preparó platos para un cocinero de renombre en Punta Carretas, porque hizo cursitos aquí y allá, y porque, además le encantaba.
El sábado cerca de las 3.30 de la madrugada dejó los estantes con la ropa ordenada, la cama tendida y los perfumadores prendidos. Agarró el casco y cerró la puerta. Tyson, el perro, al que hasta le prendía el aire acondicionado cuando quedaba adentro, esta vez quedó afuera
Acá se corta su historia.
Ni la familia ni los amigos de Barreto saben qué pasó en los 10 o 15 minutos después. A las 3.47 estaba tirado en la esquina de Gibraltar y Japón, en el Cerro, al lado de un contenedor. Pero eso, dónde lo mató la policía, los que lo querían lo supieron siete horas después. Peñalva, su tío, que hace nueve años suspiró cuando vio que Lemos no era el Peca, no puede creer que ahora le haya tocado a él.
La última cena
El viernes de mañana Barreto se despertó moqueando: el aire acondicionado de la noche lo había resfriado. A las 10.30 fue para lo de Marcela Colman, amiga del barrio. Estaban la hija de ella, Maximiliano, Marcia, y más tarde cayó el barbero. Pidió un mate pero nadie le compartió.
—Salí de acá, que estás apestado —se le burló Maximiliano.
Salió a comprar gas para la garrafa, fue a lo de los padres de otro amigo, que tienen una carnicería, pidió un auto prestado para ir a la explanada del Cerro, donde se junta un montón de gente a pasar la tarde. Ahí estuvo media hora. Después fueron a comprar las cosas para la cena.
En esas idas y vueltas estuvo hasta la noche, que picaron la cebolla, el morrón, el resto de las verduras. Se sentaron en una mesa larga que tiene Colman en el comedor. El barbero no se quedó a cenar.
Ese día lo descansaron desde temprano: se estaba poniendo serio con la novia y todos lo agarraron de punto. Lo acalambraron con eso de que ahora no puede porque se va con ella, con Daina.
Quedó como el viernes del famoso guiso, en el que se cagaron de risa, en el que el Peca hizo algunos de sus chistes pedorros y en el que mostró los dientes como casi siempre: Alexandra, Marcia, Maximiliano, se quedaron con la forma de su sonrisa.
Y tenía otras señas: cuando quería demostrar cariño –a la abuela, al tío, a los amigos de todos los días– les masajeaba el lóbulo mientras les hablaba. O iba abrazando a uno y a otro. "Parecía un chiquilín de seis", dice Alexandra, que lo conocía desde hace 12 años, cuando la madre de ella se mudó al barrio.
A las 10.30 de la noche, el Peca miró el celular, dijo que iba para la casa a bañarse y a ordenar porque se iba a ver con la novia cuando ella saliera de trabajar.
—Hasta la vuelta —se despidió y se fue revoleando la campera.
A la 1.07 de la madrugada del sábado estaba en su casa, cocinando tres panchos y tomando vino con Sprite. Lo mostró con una foto en su estado de Whatsapp. Se le hizo tarde para ver a Daina.
Antes la madre, que vive al fondo, había ido a compartir un rato con él. A las 2.30 el Peca salió para la rambla de Santa Catalina con tres amigos. Tenía cuatro entradas para ir a un baile en el Centro pero nadie quiso. A las 3.15 se fueron dos. Se quedó con Lucas, al que le dijo para ir a una fiesta en el Club de Pesca del Cerro.
Lucas se excusó:
–A esta hora, en la moto, es un parate seguro.
El parate era que podían llamar la atención de la policía.
Ese día, a esa hora, y en esa moto, Barreto tenía dos motivos para tener miedo de que lo parara la policía: nunca había sacado licencia de conducir, y no sabía si estaba incumpliendo su condena por una gauchada que le hizo a sus amigos.
La confusión
En febrero del año pasado, dos amigos invitaron a Barreto a Punta del Este. Iban en una camioneta robada y llegando a Solanas la policía los paró a los tiros. Los tres terminaron presos: a Barreto le tocaron 14 meses de prisión por hurto y receptación, de los cuales seis fueron en la cárcel y ocho con libertad a prueba, informó en ese momento la fiscalía.
Los familiares y los amigos dicen que se comió un garrón, que él no tenía nada que ver con esa camioneta robada, pero que aceptó los cargos y firmó el papel porque sus amigos tenían hijos chicos y él, después de todo, no tenía nada que perder estando unos meses preso.
El problema fue cuando Barreto salió en libertad: no tenía claro si tenía que quedarse en su casa, ir a firmar a la comisaría o hacer tareas comunitarias. No recibió instructivos sobre adónde ir a trabajar, y tampoco sabía si podía hacerlo porque se había fracturado una pierna por un choque en la moto y estaba en recuperación.
Se presentó en la seccional 19, donde le dijeron que allí no figuraba para que le tomaran la firma. Fue a la 24, por las dudas, y le dijeron que ahí no era.
Todavía estaba rengo. Mientras, se metió en el negocio de la compra y venta de autos.
Barreto no terminó el liceo. Se fue haciendo, primero, lijando autos en el taller de un tío abuelo cuando tenía 12; después, en cocinas de bares y restaurantes. Vivió un año en Buenos Aires, donde siguió aprendiendo del oficio y vivía de lo que le iba surgiendo.
Su tío, Luis Peñalva, lo apadrinaba en varias cosas: le daba trabajo de utilero en los shows que produce, o le compraba cosas por Mercado Libre que después Barreto le pagaba o le pedía que lo descontara de los ahorros.
Porque plata que agarraba, plata que iba a la cuenta del tío, para no tenerla a mano y evitar gastarla.
El primer impulso en ahorro lo tuvo por los tres meses que trabajó en la regasificadora de Gas Sayago. Como el proyecto quedó a medio hacer, la empresa indemnizó a los trabajadores y les pagó el contrato entero. Barreto recibió más de US$ 30 mil. Con eso le compró parte del terreno a su abuela, y allí empezó, hace ocho años, a construir el lugar en el que vivió hasta el sábado.
Los minutos fatídicos
El recorrido de Barreto antes de que lo mataran
Hubo 15 minutos entre que alguien dejó de saber de Barreto y quedó tirado en la esquina de Gibraltar y Japón.
Cuando se fue de la rambla tuvo que haber pasado por su casa a buscar el casco, porque no lo tenía en ese momento. Su tío, con la ayuda de sus amigos, intentó reconstruir cada minuto que pasó a partir de las cámaras de de seguridad de casas y comercios.
Algunos no quieren darlas. No quieren problemas con la policía o tienen miedo de involucrarse y que alguien se los cobre.
Pero hay otros que sí aportan lo que saben.
El Peca entró al Cerro por la calle Bulgaria al sur y dobló por Estados Unidos. Atrás lo seguía una camioneta con las luces apagadas. Que después las prendió. En la siguiente esquina,
Barreto dobló al sur por la calle Gibraltar. Subió con la moto a la vereda y tanteó el portón de su bisabuela, Violeta. Tenía candado. La mujer desde su cuarto, que da a la vereda, sintió como una explosión. Pensó que había reventado una cubierta de la camioneta de su hijo. Siguió acostada.
Barreto no gritó, como lo hacía siempre para que salieran a abrirle. Lo hubiesen escuchado.
Pasó con la moto por atrás de un árbol y bajó a la calle.
La camioneta de la policía estaba frenada frente a la casa de su bisabuela. Ahí le dispararon. La explosión que escuchó Violeta fueron dos balas que a su bisnieto le entraron por la espalda y no salieron.
La moto agarró velocidad en la bajada de Gibraltar al norte. Cayó al lado del contenedor, en la esquina con Japón, a las 3.47 de la madrugada. Una semana después, podían seguirse las huellas que quedaron en el último tramo de la calle.
A las seis de la mañana hubo policías levantando casquillos frente a la casa de Violeta. Más tarde llegó la Técnica, que estaba desorientada buscando balas a tres cuadras de donde mataron a Barreto. Los vecinos fueron los que les advirtieron que estaban en el lugar equivocado.
Lo que no llovió en todo el verano cayó el sábado en la mañana, mientras los amigos recorrían el Cerro de lado a lado, tratando de ver dónde había muerto el Peca. A la madre de Barreto, la policía le avisó por teléfono que lo habían encontrado tirado en la esquina de Japón y Grecia, a 12 cuadras de donde fue. La primera información policial divulgada a la prensa fue que el problema empezó en Berna y Cuba, seis cuadras más lejos.
Recién a las 11 de la mañana, siete horas después de la muerte de Barreto, una vecina del Cerro fue la que dio las coordenadas a los familiares y amigos que buscaban referencias de lo que había pasado.
Ahora qué hacemos
Cuando Barreto dobló de Estados Unidos a Gibraltar para intentar entrar en lo de su bisabuela, en esa esquina, a esa hora, había gente reunida en la vereda. Ahí estaba Matías, que vio todo lo que pasó pero que no supo hasta el último segundo de vida de Barreto que la persona que se estaba muriendo era con la que había ido al estadio por primera vez, cuando tenían diez años, a ver un clásico.
En una casa perimetrada con tablones de madera, una persona filmó lo que estaba pasando en su puerta: una camioneta policial, una mujer ayudando a cargar a Barreto en la caja, y después la policía que la cierra. Los policías se ven tranquilos, sin apuro. Barreto todavía estaba vivo.
A la calle también salió Rosario Viana, que cuando escuchó ruido pensó en sus hijos, que estaban por llegar en moto.
—¿Qué pasó? —les preguntó a los policías.
—Un accidente —respondió uno de ellos.
Cuando se iban, dieron la orden a los vecinos de levantar la moto y el casco.
—No saquen nada, no toquen nada que nos quieren hacer una causa — los contradijo uno de los vecinos que se acercó.
En hora pico ese kilómetro y medio al Centro Coordinado del Cerro debió tardar cuatro minutos en recorrerse. En la madrugada, sin tránsito, menos. El patrullero llegó a las 4.08, casi 15 minutos después.
A las 4.15 los médicos constataron que Barreto se había muerto.
Los policías volvieron adonde cayó el Peca y cargaron la moto en la camioneta.
—Qué pasó con el chico —volvió a preguntarles Viana, que no conocía al Peca pero quería saber cómo estaba.
Los policías no le respondieron.
Se fueron a la seccional 24. Ahí, hablaron con su superior, según reconstruyó El Observador con fuentes policiales. Le dijeron que habían matado a alguien, que tenían la moto de la persona en la caja, que qué hacían, que cómo se arreglaba.
El policía con el que hablaron les preguntó si habían reportado la persecución. Respondieron que no.
No tenía arreglo. Los dos policías quedaron emplazados y fueron separados de sus cargos mientras dure la investigación fiscal.
La primera versión de los dos policías que iban en el patrullero fue que Barreto "no acató la orden" de parar y había hecho "un ademán de tener algún tipo de arma, entonces ahí dispararon", según dijo el sábado de tarde a El Observador una fuente del Ministerio del Interior. Esta semana, denunciaron que recibieron amenazas de muerte.
Barreto no tenía nada. Ni su tío, ni su amigo Maximiliano, ni Marcia, ni Alexandra recuerdan haber escuchado al Peca hablar alguna vez de balas.
A Santiago Barreto los 26 años le alcanzaron para tener un amor de su vida, Gabriela, con la que ya hacía tiempo que no estaba pero con la que estaba todo bien. No le dieron para presentar a su novia, Daina, con la que quería ponerse serio.
No le dio para llegar al Club de Pesca del Cerro.
No le dio para empezar dos días después un trabajo nuevo, en un wok del Centro.
No le dio para sacar la licencia de conducir, que siempre era lo próximo que iba a hacer.
No le dio para decirle a sus amigos que se iba a ir de vacaciones pero sin ellos: que su plan no era ir a Sauce, sino a otro lado, con Daina.
De camino al velorio, en el auto, Peñalva fue especulando sobre cómo Barreto terminó muerto: qué pasó por la cabeza de su sobrino en esos segundos en que la camioneta Frontier de la policía lo seguía con los faroles apagados, sin sirena y con la marcha más bien lenta.
Barreto iba en una Zanella Sapucai, con los papeles al día, con todo bajo regla, según constató la investigación oficial. Quizá nunca llegó a enterarse de que lo perseguía la policía y, quizá, pensó que se la querían robar. La Sapucai es una moto codiciada por los delincuentes.
Peñalva se imaginó que, al momento de doblar por la calle Estados Unidos, Barreto pudo haberse reído. Que pudo haber sentido que el que estaba haciendo el guiño era él.
Cuando lo estaban preparando para el velorio, en la empresa fúnebre le preguntaron a la familia qué querían hacer: si dejar el cajón abierto o cerrado. Barreto había perdido un poco de sangre por la nariz y las muertes violentas dejan a veces marcas fuertes.
Su tío entró a verlo.
Tenía los labios separados y eso mostraba sus dientes, que en ese segundo parecieron más grandes. Tenía una mueca que los trabajadores intentaron suavizar, pero fue en vano: los músculos habían quedado en ese lugar. Inmóviles.
Lo velaron con el cajón abierto. Los dos tiros por la espalda no le borraron la sonrisa.
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