El sentido de su ocurrencia era señalar que, aunque hemos encontrado formas cada vez más inteligentes de mangonear trozos de información, seguimos viviendo en un mundo material y nuestro control sobre este ha avanzado mucho menos de lo que la mayoría de las personas esperaba hace unas cuantas décadas. ¿Dónde están las tecnologías que transforman la manera en que nos enfrentamos a la realidad física?
Bien, hay un área de la tecnología física, las energías renovables, en la que en verdad estamos viendo ese tipo de progreso: el que puede tanto cambiar al mundo como salvarlo. Lamentablemente, la gente que Thiel apoya quiere evitar que ocurra ese avance.
Hace no tanto tiempo, la mayoría de la gente percibía que las propuestas para hacer el cambio hacia las energías solar y eólica eran poco prácticas, sino es que tonterías de hippies. Una parte de ese desprecio sigue vigente; según yo, muchos políticos y algunos empresarios aún creen que las energías renovables son marginales, aún se imaginan que los hombres de verdad queman cosas y que la gente seria solo utiliza los clásicos y confiables combustibles fósiles.
Sin embargo, la realidad es prácticamente lo opuesto, especialmente cuando se trata de la generación de electricidad. Las personas que creen en la supremacía de los combustibles fósiles, en particular el carbón, ahora están en un callejón sin salida tecnológico; no son izquierdistas ingenuos, pero sí nuestros luditas modernos. Por desgracia, todavía pueden hacer mucho daño.
Sobre la tecnología: apenas en 2010, el costo de generar electricidad a partir del sol y el viento era consistentemente mayor que hacerlo de los combustibles fósiles. No obstante, esa brecha ya se ha eliminado, y es tan solo el comienzo. El uso generalizado de las energías renovables aún es novedoso, lo cual implica que, a pesar de que no hay importantes descubrimientos tecnológicos, podríamos ver una reducción de costos aún mayor a medida que las industrias se muevan “por la curva de aprendizaje” —es decir, operarán mejor y de forma más barata a medida que acumulen experiencia
Hace poco tiempo, David Roberts, de Vox, ofreció un muy buen ejemplo: las turbinas de viento. Los molinos de viento tienen más de mil años de existencia y se han utilizado para generar electricidad desde finales del siglo XIX. Sin embargo, para hacer turbinas verdaderamente eficientes, se requiere que sean muy grandes y altas —que estén ubicadas a una altura que les permita explotar los vientos más veloces y constantes que soplan en las altitudes mayores—.
Y eso están aprendiendo las empresas a través de una serie de mejoras progresivas: mejores diseños, mejores materiales, mejores ubicaciones (en las costas). Así que, en los próximos años, veremos turbinas de 260 metros que superarán a los combustibles fósiles en el tema de los costos.
Si parafraseamos al autor de ciencia ficción William Gibson, el futuro de las energías renovables básicamente ya está aquí, nada más que no se ha distribuido de una manera muy equitativa.
Es verdad, todavía hay problemas con la intermitencia –el viento no sopla siempre, el sol no brilla todo el tiempo–, aunque las baterías y otras tecnologías de almacenamiento también están progresando a una gran velocidad. En algunos de los usos de las energías, en especial los transportes, los combustibles fósiles mantienen una ventaja significativa en cuanto a costos y conveniencia. Además, ¿exactamente cómo tendremos emisiones neutras de carbono en los viajes por el cielo? Bien, la respuesta sigue en el aire.
Sin embargo, ya no hay ninguna razón para creer que será difícil “descarbonizar” la economía de una manera drástica. De hecho, no hay ninguna razón para creer que al hacerlo se impondrán costos económicos significativos. El debate realista se centra en qué tan difícil será pasar del 80 al 100 por ciento de descarbonización.
No obstante, por ahora el problema no es tecnológico, sino político.
El sector de los combustibles fósiles podrá representar un callejón tecnológico sin salida, pero aún tiene mucho dinero y poder. Últimamente ha puesto casi todo ese dinero y ese poder detrás de los republicanos. Por ejemplo, en el ciclo electoral de 2016, la industria minera del carbón dio el 97% de sus contribuciones a los candidatos del Partido Republicano.
Por ese dinero, la industria recibió a cambio no solo un presidente que habla tonterías sobre regresar los empleos a la industria del carbón y un gobierno que rechaza la ciencia del cambio climático; también obtuvo un director de la Agencia de Protección Ambiental que está intentando ocultar evidencia sobre los daños que causa la contaminación, y un secretario de Energía que ha intentado, sin éxito hasta ahora, obligar a las industrias del gas natural y de las energías renovables a que subsidien las plantas nucleares y las que funcionan con carbón.
A largo plazo, es probable que estas tácticas no detengan la transición a las energías renovables y quizá incluso los villanos de esta historia lo sepan. Más bien su objetivo es desacelerar los procesos para extraer las mayores ganancias posibles de sus inversiones existentes.
Desafortunadamente, el problema es que “a largo plazo estaremos todos muertos”. Cada año que retrasemos la transición a las energías limpias enfermará o matará a miles de personas y al mismo tiempo aumentará el riesgo de una catástrofe climática.
El meollo del asunto es que Trump y compañía no solo están intentando hacer que retrocedamos en temas sociales; también intentan bloquear el progreso tecnológico. Y el precio de su obstruccionismo será alto.
Fuente: The New York Times
En lo personal, Trump supuestamente menosprecia todo tipo de ejercicio, con excepción del golf. Cree que sudar agota las reservas limitadas de valiosos fluidos corporales —se refiere a la energía con la que nace una persona— y que, por ende, debería evitarse.
Actuar bajo esa creencia durante tantos años podría explicar, o no, la embarazosa escena de la cumbre del G-7 en Taormina, en la cual seis de los líderes de las naciones más desarrolladas del mundo caminaron juntos por la histórica ciudad, mientras Trump iba detrás de ellos en un carrito eléctrico de golf.
Sin embargo, resulta más trascendente su falsa creencia de que eliminar las restricciones ambientales —acabar con la supuesta “guerra contra el carbón”— traerá de vuelta los días en que la industria minera empleaba a cientos de miles de estadounidenses de la clase obrera.
¿Cómo sabemos que esta creencia es falsa? Por una razón: los empleos de la industria del carbón comenzaron a disminuir mucho antes de que el tema del medioambiente se hiciera recurrente, ni qué decir del calentamiento global. De hecho, los empleos de esa industria disminuyeron dos terceras partes entre 1948 y 1970 cuando se fundó la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos. Esto ocurrió a pesar del aumento de la producción de carbón, lo cual reflejaba la sustitución de la minería antigua de pico y pala con la de cielo abierto y remoción de la cima de montaña, que requiere menos trabajadores.
Es cierto que en los últimos años la producción de carbón decreció, en parte debido a las normas ambientales. Sin embargo, la producción está a la baja por el progreso de otras tecnologías. Como lo dijo un analista la semana pasada: el carbón “ya no tiene mucho sentido como materia prima”, dada la rápida disminución de los costos de fuentes de energía más natural, como el gas natural, la energía eólica y la solar.
¿Quién fue ese analista? Gary Cohn, director del Consejo Económico Nacional de Estados Unidos, es decir, el principal economista de Trump. No obstante, uno se pregunta si le hizo saber al mandatario esas opiniones que, en términos generales, coinciden con el consenso de los expertos en energía.
Hubo una vez, no hace mucho tiempo, en que todo el mundo consideraba poco práctica la defensa de las energías limpias, ya que se veía como una cuestión contracultural. Los hippies en las comunas podían hablar de amor, paz y energía solar; la gente práctica sabía que la prosperidad tenía que ver con desenterrar cosas y quemarlas. Sin embargo, en la actualidad, los que se toman en serio las políticas energéticas visualizan un futuro que pertenece a las energías renovables y, definitivamente, no es una prioridad seguir quemando montones de carbón y mucho menos emplear a una gran cantidad de personas para extraerlo de la tierra.
Claro que eso no es lo que los electores de un país que solía extraer carbón quieren escuchar. Llenos de entusiasmo, respaldaron a Trump, quien prometió volver a generar empleos aunque su verdadera agenda castigará a esos electores con recortes brutales a los programas de los que dependían. Y a Trump le importa mucho más la adulación política que la asesoría seria sobre políticas.
Lo anterior me lleva de vuelta al viaje de Trump por Europa, que no fue excepcional por lo que hizo, sino por lo que no hizo.
Primero, en Bruselas, se negó a respaldar el Artículo 5 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por el que las partes convienen en que un ataque armado contra uno o varios de los países miembro de la OTAN será un ataque contra todos. En efecto, repudió la plataforma central de la alianza más importante de Estados Unidos. ¿Por qué? Era casi como si hubiera estado más interesado en tranquilizar a Vladimir Putin que en defender la democracia.
Después, en Taormina, fue el único líder que se negó a avalar el Acuerdo de París, un convenio mundial para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero que podría ser nuestra última oportunidad para evitar el catastrófico cambio climático. ¿Por qué?
En este momento, los argumentos de que tratar de limitar las emisiones causaría un grave daño económico han perdido toda credibilidad: el mismo avance en la energía alternativa que margina al carbón podría hacer la transición a una economía de bajas emisiones con costos mucho menos elevados de lo que cualquiera se hubiera imaginado hace varios años.
Es cierto, dicha transición aceleraría el declive del carbón y ese es un motivo para proveer asistencia y nuevos tipos de empleos a los trabajadores de esa industria.
Sin embargo, Trump no está ofreciendo a los países productores de carbón ninguna ayuda verdadera, solo la fantasía de que podríamos dar marcha atrás al reloj. Esta fantasía no durará mucho: en un par de años será obvio, sin importar lo que haga, que los empleos de la industria del carbón no regresarán. Pero ni siquiera esa fantasía durará mucho si acepta el Acuerdo de París.
Así que sugiero que el líder más poderoso del mundo podría poner en riesgo todo el futuro del planeta solo para poder seguir diciendo mentiras que le convienen políticamente. Sí. Si esto les parece poco probable, tal vez no han leído las noticias en los últimos meses.
Tal vez Trump no acabe con el Acuerdo de París o tal vez se vaya antes de que el daño sea irreversible. No obstante, hay una posibilidad real de que la semana pasada haya sido un momento crucial en la historia de la humanidad, el momento en el que un líder irresponsable envió al mundo entero al infierno mientras andaba en un carrito de golf.
Paul Krugman
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