El 11 de julio, tras una sangrienta batalla en Juba, capital de Sudán del Sur, con más de 300 muertos, los militares Dinka del presidente Salva Kiir se impusieron a los rebeldes Nuer de Riek Machar, que acaba de exiliarse en el Congo. Como celebración, la soldadesca comenzó tres días después una orgía de robos, saqueos, violaciones masivas y asesinados por toda la ciudad mientras que los perros se comían los cadáveres sin enterrar en las calles. El reportero de Associated Press Jason Patinkin ha publicado una investigación estremecedora de lo sucedido en uno de los lugares asaltados, el hotel Terrain, con testimonios estremecedores de las cooperantes, la mayoría procedentes de USA.
No es la primera vez que los militares de Sudán del Sur violan a extranjeras en las calles de Juba, pero nunca se han registrado asaltos con esa violencia ni tan seguidos. El asalto del hotel Terrain no sucedió de manera inesperada. Entre 80 y 100 soldados intentaron entrar varias veces en el recinto hasta que lo consiguieron.
Una vez dentro, todo el personal extranjero (unas 20 personas) se refugió en la conocida "como habitación de seguridad" o "sala del pánico", un espacio autónomo, habitual en los recintos de expatriados, donde hay comida y agua para varios días, además de puertas blindadas y una radio para pedir auxilio. Los soldados del gobierno, identificados algunos con los galones de la guardia presidencial del presidente Kiir, estuvieron una hora intentando entrar a esa sala, disparando contra las puertas de metal, hasta que lo consiguieron. Dentro mataron a un periodista sursudanés, estuvieron divirtiéndose con otros cooperantes masculinos, a los que sometieron a golpes, insultos, vejaciones,ejecuciones simuladas y fueron obligados a asistir a las violaciones masivas a sus cinco compañeras con un arma en la cabeza.
La gravedad del asunto no acaba aquí: los cooperantes pidieron ayuda a Naciones Unidas ante lo que se les venía encima. Además, la propia embajada de EEUU en la ciudad también se puso en contacto con los cascos azules para que intentaran evitarlo. Contactaron incluso con el batallón específico que se ocupaba de la seguridad en esa zona de Juba. En lo que es un nuevo fracaso en la protección de civiles, las tropas internacionales de la UNMISS nunca acudieron al recinto. Su respuesta («no podemos enviar a ningún equipo ahora») llegó una hora después de las violaciones.
Por la mañana, un equipo de seguridad armado perteneciente a una empresa privada tuvo que desplazarse al hotel Terrain a sacar a las mujeres violadas de allí. "Los cascos azules tienen miedo de salir de sus bases", dice una fuente en Juba. "Siempre ignoran las llamadas de socorro". Lo mismo sucedió con un grupo de mujeres locales, violadas por militares con impunidad a 100 metros de la puerta del Centro de Protección de Civiles, ante la vista de los soldados de la ONU.
El hotel Terrain es un lugar habitual de los expatriados todos los domingos, uno de los pocos donde los cooperantes pueden disfrutar de piscina, pista de padel y bar con licores de importación.
Durante el asalto de las dos salas de seguridad, algunos cooperantes se encerraron en los servicios. Tardaron una hora y media en descubrirlos. Cuando eso sucedió, a los hombres les dispararon en las piernas y a las mujeres las violaron. Una de ellas declaro que el soldado que la violaba le decía:"Cariño, vente y cásate conmigo, esto es como una primera cita".
El saqueo posterior incluyó los almacenes del Programa Mundial de Alimentos, donde se llevaron comida, vehículos y material por valor de 23 millones de euros. Esos productos eran esenciales para que la población no muera de hambre.
En plena guerra civil, con el país arruinado y con los acuerdos de paz tirados a la basura, la ayuda externa es el único hilo de vida que le queda a la población sursudanesa. Atacar de esa manera a las ONG, acusándolas de promover la rebelión de Machar, como han hecho varios líderes en Juba, parece un suicidio. Con los precios del petróleo en mínimos históricos, el presupuesto nacional depende de Estados Unidos y su ayuda al desarrollo. Pero el gobierno de Barack Obama está alejándose cada vez más de este ejecutivo de Salva Kiir, responsable de atrocidades documentadas y de una corrupción imparable. Juba es hoy una ciudad sin ley.
Sunday siempre se viste de domingo. No sólo porque sea una mujer orgullosa, sino porque huyó de las balas con ese vestido, el de ir a la iglesia, el único que le queda. "No puedo comprar ropa porque el mercado está en el pueblo. Nuestro dinero no vale nada. Y si vamos allí nos violarán".
- ¿Entonces no podéis salir de esta base de Naciones Unidas?
- Sólo salimos por leña para cocinar. Dentro de la base no hay. Ellos nos están esperando fuera.
- ¿Es peligroso para vosotras?
- Por supuesto. Nos golpean, nos humillan, nos detienen durante días para divertirse con nosotras. A algunas las han matado. Ninguna mujer te lo va a contar, pero ahí fuera nos han violado a todas.
Cuando Sunday, madre de dos niños, pronuncia la palabra "ellos", se refiere a los soldados del gobierno sursudanés. Cuando dice "ahí fuera" se refiere al perímetro de la base militar que la ONU tiene a unos kilómetros de Malakal, el corazón sangrante de Sudán del Sur. A este lugar, lleno de contenedores metálicos llamado hoy Centro de Protección de Civiles, llegaron hace dos años 52.000 personas procedentes de la ciudad, corriendo por la carretera con su miedo como única posesión.
Se refugiaron aquí y aquí siguen, hacinados, sobreviviendo en pésimas condiciones y esperando a que se apague ese odio primitivo entre las principales etnias del país. El 77 % de ellos han perdido algún familiar en alguna de las batallas por reconquistar la ciudad.
El 11 de marzo la ONU publicó un informe en el que aseguraba que los soldados del Gobierno "obligaban a la gente a practicar el canibalismo" y que tenían permiso "para violar mujeres y saquear como parte de su salario". Sobre el terreno, ese 'salario' tiene muchos nombres. Uno de ellos es Martha, una princesa Nuer de 1,80 metros que explica cómo funciona ese pago en especie: "Están en las charcas donde tenemos que ir a lavarnos. O en los lugares donde vamos a por leña. Suelen ir muy borrachos. Buscan a mujeres solas o en pequeños grupos. Por eso procuramos ir juntas. Saben que nuestros hombres no están aquí y nos violan para destruirnos, como botín de guerra. No buscan placer sexual. A veces usan palos".
- ¿A ti también te han violado? (Antes de contestar, mira alrededor al resto de mujeres que observan la conversación en silencio).
- Es algo que no puedo decir. Aquí a las violadas se las estigmatiza por hablar de ello. Pero es algo general.
A varios contenedores de allí malvive Julia, de etnia Shilluk, y sus cuatro hijos. Habla del terror que le produce salir de la base y de la dificultad enorme de dar de comer a sus cuatro hijos. "No es sitio para ser madre, pero es el único en el que podemos estar". Su hijo Lidal, el más pequeño, nació en la base nace dos años y en la base morirá si no se recupera de la desnutrición severa que padece, otra de las armas con las que unos y otros se matan en Sudán del Sur.
Rebecca, de 24 años, ataviada con las marcas faciales de su etnia en la frente, muestra sus enseres domésticos carbonizados por el fuego. "Hemos perdido lo poco que teníamos y hasta la salud. Ya no tengo la menstruación. No podemos ser madres en un lugar así".
Hace cinco años, el país más joven del mundo votó unido para conseguir su independencia de su vecino del norte. Vino George Clooney para hacerse fotos y limpiaron las calles. Hoy toda esa esperanza ya no existe. Los viejos señores de la guerra (el presidente Salva Kir, de etnia Dinka, y su vicepresidente Riek Machar, de procedencia Nuer) siguen dándose apretones de manos y llamándose uno al otro "hermano", pero ya nadie les cree. En un ciclo autodestructivo por el poder, por la posesión de los rebaños de vacas o por el dinero del petróleo, violan en pocas horas cada acuerdo que paz que firman. Lo único seguro en Sudán del Sur es la venganza.
El problema para todas estas madres que viven en este Centro de Protección de Civiles es que ni siquiera dentro de la base están a salvo. El 17 de febrero, entre 100 y 50 soldados uniformados del Gobierno, todos de etnia Dinka, entraron en este recinto militar, a plena luz del día, y abrieron fuego contra los civiles, mujeres, niños y ancianos en su mayoría de etnias minoritarias Nuer y Shilluk.
El 11 de marzo la ONU publicó un informe en el que aseguraba que los soldados del Gobierno "obligaban a la gente a practicar el canibalismo" y que tenían permiso "para violar mujeres y saquear como parte de su salario". Sobre el terreno, ese 'salario' tiene muchos nombres. Uno de ellos es Martha, una princesa Nuer de 1,80 metros que explica cómo funciona ese pago en especie: "Están en las charcas donde tenemos que ir a lavarnos. O en los lugares donde vamos a por leña. Suelen ir muy borrachos. Buscan a mujeres solas o en pequeños grupos. Por eso procuramos ir juntas. Saben que nuestros hombres no están aquí y nos violan para destruirnos, como botín de guerra. No buscan placer sexual. A veces usan palos".
- ¿A ti también te han violado? (Antes de contestar, mira alrededor al resto de mujeres que observan la conversación en silencio).
- Es algo que no puedo decir. Aquí a las violadas se las estigmatiza por hablar de ello. Pero es algo general.
A varios contenedores de allí malvive Julia, de etnia Shilluk, y sus cuatro hijos. Habla del terror que le produce salir de la base y de la dificultad enorme de dar de comer a sus cuatro hijos. "No es sitio para ser madre, pero es el único en el que podemos estar". Su hijo Lidal, el más pequeño, nació en la base nace dos años y en la base morirá si no se recupera de la desnutrición severa que padece, otra de las armas con las que unos y otros se matan en Sudán del Sur.
Rebecca, de 24 años, ataviada con las marcas faciales de su etnia en la frente, muestra sus enseres domésticos carbonizados por el fuego. "Hemos perdido lo poco que teníamos y hasta la salud. Ya no tengo la menstruación. No podemos ser madres en un lugar así".
Hace cinco años, el país más joven del mundo votó unido para conseguir su independencia de su vecino del norte. Vino George Clooney para hacerse fotos y limpiaron las calles. Hoy toda esa esperanza ya no existe. Los viejos señores de la guerra (el presidente Salva Kir, de etnia Dinka, y su vicepresidente Riek Machar, de procedencia Nuer) siguen dándose apretones de manos y llamándose uno al otro "hermano", pero ya nadie les cree. En un ciclo autodestructivo por el poder, por la posesión de los rebaños de vacas o por el dinero del petróleo, violan en pocas horas cada acuerdo que paz que firman. Lo único seguro en Sudán del Sur es la venganza.
El problema para todas estas madres que viven en este Centro de Protección de Civiles es que ni siquiera dentro de la base están a salvo. El 17 de febrero, entre 100 y 50 soldados uniformados del Gobierno, todos de etnia Dinka, entraron en este recinto militar, a plena luz del día, y abrieron fuego contra los civiles, mujeres, niños y ancianos en su mayoría de etnias minoritarias Nuer y Shilluk.
Prendieron fuego al campo y saquearon las escuelas de Unicef y la clínica de International Medical Corps. No dejaron ni los marcos de las puertas. Los cascos azules intervinieron tres horas después. Durante el ataque hirieron de bala a más de 50 personas y mataron a 20, cuatro de ellas bebés. En el único dispensario que quedó en pie nacían al mismo tiempo otros cuatro niños.
Resulta difícil entender como en una base militar pueden colarse, para atacar a civiles, decenas de soldados Dinka armados desde el exterior, pero así sucedió. Para contribuir al desastre, los jóvenes del otro lado, los Nuer, sacaron varias armas ocultas y respondieron desde dentro. ¿Cómo pudieron introducir los kalashnikov dentro de la base? Nadie se lo explica, pero James Deng, uno de los líderes de la comunidad, hace un gesto con la barbilla señalando a varias mujeres con hatillos de leña sobre la cabeza entrando en la base, donde nadie distinguiría un arma.
Deng era secretario de Estado de Sanidad hasta que comenzó la guerra. Hoy es un desplazado más, cuya vida se desarrolla en una tienda de palos y plásticos de seis metros cuadrados. "Tengo tres esposas y 12 hijos. Es algo normal aquí. Tres de mis hijos están luchando con los rebeldes en el conflicto. Del pequeño hace mucho tiempo que no tengo noticias. No puedo decir que estoy feliz. Para el gobierno no valemos ni el precio de la bala que va a matarnos".
Nadie sabe cuántos muertos está provocando esta guerra. El International Crisis Group afirma que nadie cuenta los cuerpos desde hace un año por falta de personal. Y ya iban por 50.000. Teniendo en cuenta que hay zonas sin acceso por carretera, las cifras que algunos trabajadores humanitarios manejan se acercan a los 300.000, números parecidos a los de Siria en un territorio con la mitad de población. Los cadáveres se abandonan allí donde caen, formando auténticos campos de la muerte. Un festín para las moscas.
Los desplazados de Malakal saben que no recibirán ni el 1 % de la atención que han tenido los sirios o los iraquíes. A pesar de ello, aún comen gracias a que el Programa Mundial de Alimentos suministra sorgo a diario. Los niños irán a la escuela porque Unicef está reconstruyendo los colegios quemados. Y hay asistencia sanitaria gracias a MSF y IMC, que han montado dos clínicas más. Aunque este lugar sea un infierno, "los civiles no merecen ser abandonados a su suerte", dice Paulin Nkwosseu, jefe de programas de Unicef. "Políticamente este país es un desastre, pero la gente no tiene por qué sufrirlo". Hasta 15.000 menores han sido reclutados como niños soldado desde el comienzo del conflicto.
Al día siguiente su equipo visita el otro lado, lo que queda de la fantasmal ciudad de Malakal, controlada por las tropas Dinka. Toda la población ha sido destruida y saqueada durante las siete veces que ha cambiado de manos. Pero hay dos cosas que no se llevaron: la única cabina de teléfono del pueblo en un país sin línea telefónica (aunque la hubiera no funcionaría) y la mesa del dentista del único hospital de la ciudad.
Aquí el doctor Rachid atiende de 80 a 90 pacientes al día. En ese momento, el caso más grave es el de un soldado del gobierno que ha llegado con un coma etílico. "Cuando se les acaba el alcohol beben cualquier cosa", dice el médico. Cinco madres Dinka sostienen a niños con ojos desprovistos de vida por el hambre, exactamente igual que los hijos de sus enemigos en la base de Naciones Unidas. "Hay que actuar rápido para que no se mueran". En Sudán del Sur sólo engordan los buitres.
El ambiente en las calles es tenso y mortecino. Grupos de soldados en chancletas y camisetas de fútbol patrullan con desgana. Son las 10 de la mañana y el termómetro ya supera los 38 grados junto al Nilo. Uno de los pocos lugares habitados es la antigua escuela. Allí sobreviven varias familias Dinka que antes vivían en la base y que fueron expulsadas en febrero por los Nuer tras el ataque. Angelina ocupa una de las aulas. De nuevo, sólo se ven mujeres, niños.
- ¿Dónde están los hombres?
- Están haciendo la guerra.
- ¿Por qué os refugiáis aquí?
- Nuestra casa está destruida. No tenemos dónde ir. Si dejamos la ciudad los rebeldes nos violan.
- A las mujeres de la base también las violan si salen de allí.
- Yo no tengo problemas con ellas. Ojalá puedan volver pronto a la ciudad, pero los hombres Nuer y Shilluk se pusieron de acuerdo para atacarnos. Les tenemos pánico.
En Sudán del Sur "hay miles de niños y adolescentes reclutados por los ejércitos. Otros se separaron de sus padres en los combates y vagan solos en busca de su familia. En Malakal hay muchos que viven entre las ruinas", dice el responsable de Unicef en la ciudad.
Graze Anzoa tardó dos años en encontrar a sus hijos, a los que perdió de vista en un tiroteo y creía muertos. Cuando se reencontró con Rebecca y Abi, de cinco y seis años, no pudo parar de llorar en varios días. Hasta 2,3 millones de personas han huido del país por la guerra.
A pocos kilómetros de la base de la ONU se levanta la aldea de Kodok (Fachoda), donde convergieron, en 1898, dos expediciones militares: la del Imperio colonial francés, que buscaba comunicar sus posesiones desde Senegal hasta el índico, y la del imperio británico, que quería trazar una línea entre Sudáfrica y Egipto. Si no se produjo una guerra fue porque los galos quitaron su bandera en el último momento. Hay mucho de aquel conflicto a escuadra y cartabón en las guerras civiles de estos estados fallidos.
Hace cinco años, en pleno proceso de independencia de su vecino del norte, un militar mostró a este periodista el interior de tres contenedores metálicos con miles de armas junto al aeropuerto de la capital. "Esto lo vamos a fundir para hacer un monumento que simbolice la paz", dijo. Hoy, esos contenedores siguen ahí, pero en vez de armas dentro viven varias familias que piden limosna a los viajeros que llegan a la terminal.
Ni las armas están allí ni la estatua de la paz se construyó jamás.
Resulta difícil entender como en una base militar pueden colarse, para atacar a civiles, decenas de soldados Dinka armados desde el exterior, pero así sucedió. Para contribuir al desastre, los jóvenes del otro lado, los Nuer, sacaron varias armas ocultas y respondieron desde dentro. ¿Cómo pudieron introducir los kalashnikov dentro de la base? Nadie se lo explica, pero James Deng, uno de los líderes de la comunidad, hace un gesto con la barbilla señalando a varias mujeres con hatillos de leña sobre la cabeza entrando en la base, donde nadie distinguiría un arma.
Deng era secretario de Estado de Sanidad hasta que comenzó la guerra. Hoy es un desplazado más, cuya vida se desarrolla en una tienda de palos y plásticos de seis metros cuadrados. "Tengo tres esposas y 12 hijos. Es algo normal aquí. Tres de mis hijos están luchando con los rebeldes en el conflicto. Del pequeño hace mucho tiempo que no tengo noticias. No puedo decir que estoy feliz. Para el gobierno no valemos ni el precio de la bala que va a matarnos".
Nadie sabe cuántos muertos está provocando esta guerra. El International Crisis Group afirma que nadie cuenta los cuerpos desde hace un año por falta de personal. Y ya iban por 50.000. Teniendo en cuenta que hay zonas sin acceso por carretera, las cifras que algunos trabajadores humanitarios manejan se acercan a los 300.000, números parecidos a los de Siria en un territorio con la mitad de población. Los cadáveres se abandonan allí donde caen, formando auténticos campos de la muerte. Un festín para las moscas.
Los desplazados de Malakal saben que no recibirán ni el 1 % de la atención que han tenido los sirios o los iraquíes. A pesar de ello, aún comen gracias a que el Programa Mundial de Alimentos suministra sorgo a diario. Los niños irán a la escuela porque Unicef está reconstruyendo los colegios quemados. Y hay asistencia sanitaria gracias a MSF y IMC, que han montado dos clínicas más. Aunque este lugar sea un infierno, "los civiles no merecen ser abandonados a su suerte", dice Paulin Nkwosseu, jefe de programas de Unicef. "Políticamente este país es un desastre, pero la gente no tiene por qué sufrirlo". Hasta 15.000 menores han sido reclutados como niños soldado desde el comienzo del conflicto.
Al día siguiente su equipo visita el otro lado, lo que queda de la fantasmal ciudad de Malakal, controlada por las tropas Dinka. Toda la población ha sido destruida y saqueada durante las siete veces que ha cambiado de manos. Pero hay dos cosas que no se llevaron: la única cabina de teléfono del pueblo en un país sin línea telefónica (aunque la hubiera no funcionaría) y la mesa del dentista del único hospital de la ciudad.
Aquí el doctor Rachid atiende de 80 a 90 pacientes al día. En ese momento, el caso más grave es el de un soldado del gobierno que ha llegado con un coma etílico. "Cuando se les acaba el alcohol beben cualquier cosa", dice el médico. Cinco madres Dinka sostienen a niños con ojos desprovistos de vida por el hambre, exactamente igual que los hijos de sus enemigos en la base de Naciones Unidas. "Hay que actuar rápido para que no se mueran". En Sudán del Sur sólo engordan los buitres.
El ambiente en las calles es tenso y mortecino. Grupos de soldados en chancletas y camisetas de fútbol patrullan con desgana. Son las 10 de la mañana y el termómetro ya supera los 38 grados junto al Nilo. Uno de los pocos lugares habitados es la antigua escuela. Allí sobreviven varias familias Dinka que antes vivían en la base y que fueron expulsadas en febrero por los Nuer tras el ataque. Angelina ocupa una de las aulas. De nuevo, sólo se ven mujeres, niños.
- ¿Dónde están los hombres?
- Están haciendo la guerra.
- ¿Por qué os refugiáis aquí?
- Nuestra casa está destruida. No tenemos dónde ir. Si dejamos la ciudad los rebeldes nos violan.
- A las mujeres de la base también las violan si salen de allí.
- Yo no tengo problemas con ellas. Ojalá puedan volver pronto a la ciudad, pero los hombres Nuer y Shilluk se pusieron de acuerdo para atacarnos. Les tenemos pánico.
En Sudán del Sur "hay miles de niños y adolescentes reclutados por los ejércitos. Otros se separaron de sus padres en los combates y vagan solos en busca de su familia. En Malakal hay muchos que viven entre las ruinas", dice el responsable de Unicef en la ciudad.
Graze Anzoa tardó dos años en encontrar a sus hijos, a los que perdió de vista en un tiroteo y creía muertos. Cuando se reencontró con Rebecca y Abi, de cinco y seis años, no pudo parar de llorar en varios días. Hasta 2,3 millones de personas han huido del país por la guerra.
A pocos kilómetros de la base de la ONU se levanta la aldea de Kodok (Fachoda), donde convergieron, en 1898, dos expediciones militares: la del Imperio colonial francés, que buscaba comunicar sus posesiones desde Senegal hasta el índico, y la del imperio británico, que quería trazar una línea entre Sudáfrica y Egipto. Si no se produjo una guerra fue porque los galos quitaron su bandera en el último momento. Hay mucho de aquel conflicto a escuadra y cartabón en las guerras civiles de estos estados fallidos.
Hace cinco años, en pleno proceso de independencia de su vecino del norte, un militar mostró a este periodista el interior de tres contenedores metálicos con miles de armas junto al aeropuerto de la capital. "Esto lo vamos a fundir para hacer un monumento que simbolice la paz", dijo. Hoy, esos contenedores siguen ahí, pero en vez de armas dentro viven varias familias que piden limosna a los viajeros que llegan a la terminal.
Ni las armas están allí ni la estatua de la paz se construyó jamás.
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