Sara Melgarejo tenía 25 años cuando dio a luz a su primer hijo en un hospital de Santiago de Chile. Ese 15 de octubre de 1983, estaba sola en la sala de parto porque su pareja estaba trabajando. Una enfermera se llevó al bebé antes de que la madre primeriza pudiese cogerlo o siquiera escuchar su llanto. Luego le informó de que había nacido muerto. La mujer, de escasos recursos, solo pudo asumir el dolor con resignación. Un año y tanto después, el 19 de noviembre de 1984, volvió a parir; esta vez, a una niña. El personal sanitario sacó inmediatamente a la criatura del recinto. La trágica noticia se repetía: la bebé no había sobrevivido.
Mientras la joven madre lloraba sus pérdidas, en la otra punta de América, en un pueblo de Virginia (Estados Unidos de América), Rose Hiebert y su marido, Steve Ours, recibían la llamada que estaban esperando.
Por temas de salud no podían tener hijos, así que decidieron adoptar. Tomaron un curso de seis semanas en la Agencia de Adopción Americana de Washington, donde conocieron a una pareja que había adoptado un pequeño de tez morena y ojos marrones de origen chileno. Ellos quisieron hacer lo propio. La agencia los puso en contacto con una asistente social chilena. Ella les habló de una mujer pobre que daba en adopción a su hijo, de dos semanas de edad. Esa mujer era Sara Melgarejo.
Los papeles de la adopción tardaron un par de meses y, tras pagar 20.000 dólares, el matrimonio estadounidense viajó por una semana a Chile a buscar al nuevo integrante de la familia. Lo llamaron Sean. Un año después, la agencia volvió a contactar a Hiebert para informarle de que Melgarejo y su pareja habían vuelto a ser padres y daban en adopción a la niña. Aceptaron encantados. Sean tendría una hermanita, Emily. El enlace fue, nuevamente, la asistente social y el trámite supuso un coste de 16.000 dólares. Ambos bebés fueron inscritos en el Servicio de Registro Civil chileno y la adopción fue tramitada por el Cuarto Juzgado de Letras Menores de Santiago.
Tuvieron que pasar 40 años para que Melgarejo se reencontrara en persona, el pasado domingo en el aeropuerto de Santiago, con sus hijos, convertidos en unos cariñosos adultos angloparlantes. Las gestiones de la madre adoptiva de Sean y Emily para dar con la biológica fueron cruciales para destapar la mentira. Esta chilena es una de las víctimas a las que les robaron sus bebés durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), aunque las investigaciones revelan que la práctica supera el contexto histórico y no se remite solo a esa época.
Las primeras denuncias se conocieron en 2014 tras un reportaje del medio digital chileno CIPER. El entonces magistrado Mario Carroza inició una investigación judicial sobre las adopciones irregulares, la mayoría desde el extranjero, entre 1970 y 1999. Acumuló cientos de casos. “Podríamos llegar a una cifra de 20.000 niños. Lo que hay que ver es si ellos salieron de forma irregular o no”, sostuvo entonces Carroza, actual ministro de la Corte Suprema. Las pesquisas ahora están a cargo del ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Jaime Balmaceda, quien ha explicado que la legislación chilena era muy permisiva para adoptar a un niño desde el extranjero y su regulación coincide con el fin de la dictadura.
El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) publicó esta semana su informe de 2023, donde menciona la causa por “sustracción de menores y adopciones ilegales”. Hasta abril de 2023, hay más de 1.000 casos judicializados, pero diez años después de que estallara el escándalo, aún no se ha dictado ninguna sentencia condenatoria.
En búsqueda de la madre biológica
Los padres adoptivos de Sean y Emily siempre les hablaron abiertamente sobre su origen. Para ellos tenía sentido que su madre biológica hubiese querido que tuvieran una vida mejor en Estados Unidos que bajo la dictadura militar chilena.
De adolescentes, sin embargo, quisieron saber más. Acudieron a la agencia de adopción de Washington y sus funcionarios intentaron disuadirlos de la búsqueda. Sí les dieron la opción de escribirle una carta, contándole cómo había sido su vida hasta entonces, pero eran apenas unos jóvenes y decidieron seguir con sus vidas.
“La agencia se enojó conmigo porque no querían que los niños buscaran a sus padres. Me dijeron que no debería alentarlos”, cuenta por teléfono Hiebert, la madre adoptiva, desde Carolina del Norte, donde vive actualmente con su segundo marido.
Los chicos desistieron, pero Hiebert no. En 2002 contrató a un detective privado en Santiago para que encontrara a Sara Melgarejo, el nombre que aparecía en el acta de adopción. El esfuerzo, sin embargo, no dio resultado.
Durante mucho tiempo, la estadounidense leyó con aprensión los artículos que hablaban de las adopciones irregulares en Chile.
Tres años atrás, una de las piezas periodísticas detallaba la investigación de Carroza y mencionaba a la trabajadora social Telma Uribe, la misma persona que había gestionado sus adopciones, según relata. El texto, además, señalaba que la Brigada de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones (PDI) se había incautado de documentos en la casa de Uribe en los que figuraba la agencia de adopción de Washington.
“Eso fue lo que realmente me abrió los ojos. Los niños podrían haber sido robados”, sostiene Hiebert, de 71 años y jubilada. Esa inquietud, que solo compartió con su exesposo y su marido actual, la mantuvo años escarbando en la prensa. Hasta que dio con la fundación Connecting Roots.
El pasado julio, Hiebert llamó a Tyler Graf, un bombero que fundó Connecting Roots tras enterarse de que fue arrebatado de sus padres chilenos y dado en adopción de manera irregular a su familia estadounidense. Desde entonces, Graf también se dedica a ayudar a otras víctimas como él. Hiebert le contó su historia y este le respondió: “Cuando estés lista, dímelo”.
La mujer escribió un correo electrónico a Sean y Emily con toda la información recabada hasta entonces, acompañada de enlaces a los artículos de prensa. “Si quisieran hacer la búsqueda, podrían encontrar a su madre biológica viva. O no. Ustedes decidan”.
Decidieron buscar.
Dos meses después, en septiembre, Bárbara Vergara, de Connecting Roots, dio con la hermana de Melgarejo por redes sociales y le pidió que le avisara que tenía información importante sobre algo ocurrido en 1983 y 1984. Sara le devolvió la llamada.
En un Zoom, Vergara se presentó y le reveló el verdadero destino de sus hijos, cuando ella estaba convencida de que estaban muertos. “Me abría los ojos, incrédula, pero con su corazón y su alma queriendo que fuese cierto”, recuerda Vergara. El proceso, por supuesto, incluyó pruebas de ADN a los implicados, las cuales confirmaron que tenían la misma sangre que Melgarejo.
Una nueva realidad
Sara Melgarejo y sus dos hijos se vieron las caras por primera vez en 40 años a través de una videollamada a finales de 2023. Juan Luis Inzunza, de Connecting Roots, también participó del encuentro para traducir del español al inglés y viceversa. Pero el acercamiento no fue solo virtual. El pasado domingo, la chilena pudo abrazarlos, besarlos. Sean y Emily viajaron a Santiago a conocerla y quedarse con ella una semana, en un reencuentro gestionado por la fundación.
“Yo lo había bloqueado todo”, reconoce sobre sus sentimientos. “Me duele mucho lo que pasó en esa época. No podía creer cuando me dijeron que estaban vivos. Además, ella se parece tanto a mí. Él también”, contaba el lunes pasado una conmovida Sara en un hotel de la capital. Efectivamente; Emily, que tiene tatuada la bandera chilena en un brazo, es un reflejo de su madre.
Melgarejo rompió en malos términos con el padre de sus dos hijos. No mantienen contacto ni tampoco quiere que los conozca. “Son mis hijos”, dice con determinación. Luego de esos años oscuros, se emparejó con su compañero actual, con quien tiene tres hijos y dos nietos que viven fuera de Santiago. Desde que era una jovencita, ha cuidado niños en casas particulares. Cuando los pequeños crecen y forman su propia familia, la contratan en sus nuevos hogares. “Ellos han sido mi terapia. Mis chiquititos”, afirma la mujer, tan tímida como dulce. Al enterarse de la verdad, describe que sintió rabia, impotencia y dolor porque le produjo “un daño muy grande”. Pero que ahora, contemplando a sus pequeños adultos, todo es alegría.
La dicha del reencuentro es compartida por Sean y Emily, que acaricia constantemente la mano de su madre. “El Zoom que tuvimos reforzó que todo esto se sintiera real. No era solo una fantasía, estamos viendo a Sara”, cuenta Sean, padre de dos adolescentes que también se asomaron en la videollamada para conocer a su abuela biológica.
Emily confiesa que se molestó profundamente al enterarse de lo ocurrido: “Le dijeron una mentira cuando firmó los papeles, pensando que eran nuestro certificado de defunción.
Es frustrante que nos negaran tenerla todos estos años. Antes todo era rabia, pero ahora me siento totalmente feliz de que podamos iniciar esta relación”.
Sean y Emily son cálidos y abiertos. Quieren obtener la nacionalidad chilena y regresar tantas veces como puedan para recuperar el tiempo perdido. La próxima visita, con la familia extendida. Saben que tienen un lugar al que llegar. Melgarejo lleva un mes adecuando su casa en San Bernardo, en la zona sur de Santiago, para recibirlos.
Compró una cama, colchones y mantas para que cada uno tuviera su propia habitación. También tiene un terreno en Temuco, 690 kilómetros al sur de la capital, donde se quiere construir una casa con su pareja. Ilusionada, ya piensa en que puede alojarlos ahí en el futuro.
“Ella a veces me dice cosas en español”, susurra Melgarejo en un momento en que sus hijos se apartan. Y agrega: “Me dice: te quiero, mamita”.
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