Al llegar a Trebujena, Victoriano vio el cadáver de su hijo Ignacio, de 18 años. El cuerpo yacía tendido en la calle junto a una moto con serones a ambos lados del asiento trasero. Muy cerca de su hijo estaba también su sobrino Antonio López, de 16 años, herido grave. Había un charco de sangre en torno a ellos.
Habían ido a recoger espárragos
Los dos primos procedían de familias humildes que vivían juntas en un patio de vecinos en Lebrija. Habían ido al campo a recoger espárragos. En un momento dado los chicos vieron una cabra descarriada, cogieron una lata de hierro que encontraron por los alrededores, la limpiaron y ordeñaron al animal para beberse su leche. Ignacio y Antonio estaban hambrientos.
Pero la casera de una pequeña finca cercana, La Dona, los vio y llamó a la Guardia Civil para denunciar el robo del animal, lo que era mentira. Cuando los dos primos se subieron a la moto y se pasearon por delante del cuartel del pueblo, Juan Macías, el guardia civil que vigilaba la puerta, les descerrajó varios tiros casi a quemarropa y por la espalda.
Ignacio, que a la semana siguiente tenía que ir a tallarse al ayuntamiento de su pueblo para hacer la mili, murió por el impacto de tres disparos. Uno le dio en la cabeza, otro en el hombro y un tercero le reventó el estómago. Esa última bala lo atravesó y acabó incrustada en la espalda de su primo Antonio, que conducía la moto y a quien tenía justo delante.
Montoya, muerto, envuelto en una sábana.
Guardia Civil, asesino y condecorado
Casi dos años después se celebró el juicio. El guardia civil, de raíces franquistas, negó que quisiera matar a nadie. Sólo dos meses después de aquella muerte se le distinguió con la Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil. Por aquel tiempo España se adentraba de nuevo en la democracia pero determinados y oscuros vicios del pasado todavía seguían presentes. Algunos miembros de la Benemérita aún creían que la ley estaba escrita por ellos.
Aquella muerte -el chico más joven sobrevivió- levantó a los pueblos de Lebrija, Trebujena, El Cuervo y Las Cabezas de San Juan.Hoy, 37 años después, es una historia olvidada por la mayoría pero no por las familias de aquellos chicos. “Mis padres eran tan pobres que no pudimos recurrir la sentencia”, dice Carmelo Montoya, hermano del fallecido, este pasado miércoles.
Son las diez y media de la mañana. El hombre, chaparro, tosco en el hablar pero de palabra sincera, charla con el reportero mientras toma café con leche en un bar cercano a su antigua casa, situada a la espalda de donde se encuentra ahora el ambulatorio de Lebrija. Junto a su hermano David, rememora cómo vivió aquella ingrata experiencia.
Carta que le escribió su padre a Victorino.
"Quisieron que no lo veláramos"
“Yo tenía 16 años, dos años menos que mi hermano muerto. Recuerdo a muchísimas personas viniendo a mi casa a velarlo cuando llegase. El pueblo entero, junto a vecinos de localidades cercanas, estaban esperando el féretro de mi hermano en la entrada de la carretera de Trebujena, la misma que viene de Sanlúcar de Barrameda,donde se le hizo la autopsia a Ignacio. La gente esperaba a la Guardia para gritarles asesinos. Pero nos engañaron”.
- ¿Qué pasó?
- La gente estaba en la calle como loca. Un guardia civil sin escrúpulos había matado a un inocente y había mandado a otro al hospital medio muerto. Como había miedo a altercados, entraron por la espalda del pueblo, donde estaba la antigua estación y trajeron el cuerpo de mi hermano escoltado hasta mi casa por caminos de la marisma [Lebrija es un pueblo ribereño del Guadalquivir, que desemboca en Sanlúcar; ambas localidades están unidas por estrechos carriles que circulan por mitad del campo bañado por las aguas del río que alcanzan tierra adentro]. La intención de la Guardia Civil era llevarlo directamente al cementerio en el coche fúnebre. Al final los vimos y rectificaron.
Durante la instrucción del caso, el guardia civil Juan Macías dijo que había lanzado los disparos al aire para atemorizar a los chicos y hacer que detuvieran su moto. Luego, durante el juicio oral, a cuyas sesiones no pudieron entrar los padres de Ignacio Montoya -Victoriano y Francisca, ya fallecidos-, el despiadado agente explicó que las balas rebotaron en el tubo de escape de la moto antes de impactar en el cuerpo de los chicos.
Manifestación por la justicia de Victorino.
Antonio, el primo de Ignacio, permaneció ingresado tres meses en el hospital Puerta del Mar de Cádiz. Un equipo de cirujanos alemanes se desplazó hasta España para extraerle la bala de la espalda, que a punto estuvo de impactar en su columna. Ante el juez, el chico contó:“Estábamos ‘esparragueando’. Vimos la cabra y quisimos bebernos su leche. No estábamos robando a nadie”.
Dos años después, en abril de 1984, la Audiencia Provincial de Cádiz condenó al guardia civil Juan Macías Marente a la pena de un año y seis meses de prisión menor como autor de un delito de "imprudencia temeraria criminalmente responsable, aunque no doloso". El condenado, quien se enfrentaba a una petición de cárcel por parte de la familia de los chicos de 50 años, tuvo que indemnizar con dos millones de pesetas a los padres de la víctima (pagó sólo 1,2 millones) y 200.000 pesetas al herido. La sentencia, a la que ha tenido acceso EL ESPAÑOL, no apreció intencionalidad de matar en la actuación del agente, sino sólo la de detener a ambos jóvenes.
“Todo lo que dice esa sentencia es mentira. Todo. Mi hermano y mi primo no huían de nadie ni habían robado nada. Mi primo Antonio me contó que mi hermano se estaba haciendo de vientre y que pararon justo delante del cuartel para que él fuera a unos campos que había justo detrás. ¿Eso era huir? Mi primo lo esperó en la moto. Cuando volvieron a arrancar, ese guardia civil les disparó por la espalda. A mis padres les pagaron un millón doscientas mil pesetas y ese malnacido apenas pisó la cárcel”.
“Menos balas y más trabajo”
Los días posteriores a la muerte de Ignacio Montoya se sucedieron las críticas políticas a las autoridades policiales. La corporación municipal de Lebrija aprobó un manifiesto en rechazo de “la utilización de armas hacia el pueblo trabajador”. También se pedía la “democratización de las fuerzas de seguridad”.
El alcalde de Lebrija por aquel entonces, el socialista Antonio Torres, pidió -en vano- el cese del gobernador civil, defendió la inocencia de los dos primos, apoyó una huelga general en la localidad y dijo: “Nuestro pueblo necesita menos balas y más trabajo”.
El padre y la madre del fallecido esperan el féretro.
Eran otros tiempos, todavía grises. Dos meses después de aquella muerte, Juan Macías Marente fue condecorado con la Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil con distintivo blanco. En ese momento se encontraba encarcelado en el acuartelamiento de Chiclana de la Frontera y sometido a diligencias judiciales. El cuerpo al que pertenecía le concedió aquella medalla por méritos adquiridos durante sus tres años de ejercicio en el País Vasco. Su nombre figuraba en una lista de unos 1.000 miembros del cuerpo condecorados por diferentes motivos.
La madre de Antonio López, el chico que sobrevivió a los disparos de Macías Marente, sigue viva. Reside en Lebrija. Su hijo murió hace 25 años, cuenta, por otras causas. “Aunque nunca se recuperó del todo. Siempre decía que le dolía”, explica la anciana, de baja estatura y rostro marcado por las arrugas y el sufrimiento. “Yo no cobré las 200.000 pesetas que dice esa sentencia. A mí me dieron 50.000 y me callaron. Éramos analfabetos, pobres… ¿Usted qué pensaba?”.
Los hermanos de Ignacio Montoya guardan con celo la foto que su padre tenía de su hijo muerto. En ella aparece un chico de pelo oscuro, de cejas pobladas y gesto risueño. En la parte trasera de la imagen, Victoriano escribió: "Tu padre no te olvida, niño. Victoriano Montoya".
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