Poco a poco (aunque rapidísimo en términos históricos) el país se va convirtiendo en algo muy distinto de lo que era. Tan distinto que a veces nos cuesta reconocernos, y seguramente nos costará más en pocos años. La transformación puede ejemplificarse con los cambios en el control de tres factores esenciales: la tierra, el agua y el dinero.
El primer factor es la tierra. En menos de treinta años, un país que parecía destinado a producir alimentos, carne, leche, cereales, frutas, verduras, además de cuero, lana y algo de turismo, se llenó de soja y de plantaciones forestales. Soja y celulosa representan algo así como la tercera parte de nuestras exportaciones, por más que, zonas francas mediante, no todo lo que figura en el papel como exportación pague los impuestos de las exportaciones tradicionales. La soja y la celulosa vienen de la mano de poderosas empresas agroindustriales, en general extranjeras, que controlan crecientes extensiones de tierra, desplazan del campo a miles de familias agricultoras y logran privilegios tributarios, ambientales y legislativos. El caso paradigmático es UPM, que, primero por el conflicto con Argentina y ahora con su polémica segunda planta, parece haberse convertido en el eje de la vida nacional.
El segundo factor es el agua, sometida a una doble afectación. Por un lado, la ya constatada contaminación de los cursos de agua del país, como consecuencia del uso abusivo e incontrolado de productos químicos por parte de la agroindustria. Por otro, la ley de riego, que permite la inconstitucional privatización del agua para riego, abriendo nuevas puertas a capitales externos interesados en controlarla. También implica la alteración del ciclo natural del agua, que, según los técnicos de la Universidad de la República, será nefasto para la calidad del recurso, con consecuencias perjudiciales para la salud humana.
El tercer factor es el dinero. Una ley del año 2014 hizo que todas nuestras operaciones económicas relativamente importantes –desde el cobro del sueldo hasta la compra de una casa- deban hacerse obligatoriamente a través del sistema bancario. Una política de reducciones tributarias hace que también las operaciones más chicas –incluidas las compras en el supermercado- se hagan con instrumentos bancarios. El resultado es que una creciente parte de la economía nacional pasa por el sistema bancario, que ha incrementado sus ganancias en grado que los usuarios de tarjetas parecen no sospechar, a pesar de que ellos pagan esas ganancias, con cada producto que compran (al que obviamente el comercio le carga el costo bancario) y al tener su dinero en cuentas que no generan interés. Cuentas por las que además pagarán a través de los “créditos de nómina” (préstamos sobre el sueldo o jubilación), y los cargos por exceso o escasez de movimientos.
¿Quién eligió ese modelo? ¿Quién decidió que la tierra y el agua se destinaran cada vez más a la mega inversión agroindustrial? ¿Quién pidió que los bancos controlaran todo el dinero e intervinieran en todas las transacciones económicas? ¿Qué partido político incluyó esas propuestas en su programa? ¿Cuándo lo discutimos?
La respuesta es obvia. No hubo discusión. El modelo se fue imponiendo de a poco.. Hoy una concesión, mañana una inversión, sorpresivamente una ley que impone la intervención bancaria, poco después un tratado o un contrato de inversión que aseguran beneficios inusuales a cierta empresa, luego otra ley que modifica el régimen del agua.
El argumento es siempre el mismo: “El mundo va en esa dirección”; “Es el progreso” y “Hay que modernizarse”. Son palabras mágicas con las que una legión de políticos y tecnócratas, de diversos pelos partidarios, justifican leyes, tratados y contratos que no redactaron ellos, que vienen prefabricados desde los “tanques de ideas” de las corporaciones transnacionales con el beneplácito de organismos internacionales como el Banco Mundial. Si no fuera trágico, sería hasta divertido ver a los defensores de esos “emprendimientos” cuando balbucean argumentos que tampoco construyeron ellos.
Esa línea argumental presupone que “el mundo” va en dirección deseable, como si no existiera una concentración escandalosa de la riqueza, como si los recursos naturales y la naturaleza misma no dieran señas de agotamiento, como si en “el mundo” no murieran millones de personas por hambre, sed, enfermedades curables y guerras causadas por la lógica del “progreso y modernización”, pregonada por corporaciones que controlan cada vez más los recursos naturales escasos.
Como lo había señalado la CEPAL hace ya muchos años, la división internacional del trabajo, es decir la asignación de áreas específicas de producción a cada región del mundo, es uno de los rasgos característicos del sistema económico en que vivimos. El proceso que solemos llamar “globalización”, ha acentuado ese rasgo, por estrategia de las corporaciones transnacionales, cuyas “cadenas de valor” instalan distintos aspectos de la producción y comercialización en regiones diversas (extracción de materias primas donde las haya; producción donde la mano de obra, las regulaciones y los impuestos sean menos exigentes; tecnología de los lugares donde ésta esté más desarrollada, venta en los mercados con mayor capacidad adquisitiva).
Es obvio que algunos intereses le han asignado a Uruguay el papel de productor de soja y de celulosa, materias primas que requieren cultivos poco amigables con la tierra y con el agua. Y es obvio también que en la división del trabajo no nos toca la industrialización de esas materias, que se hacen en su mayor parte fuera del país.
Si alguna duda cupiera sobre que existe una planificación empresarial en esta asignación de tareas, bastaría recordar que en 1987 se aprobó la ley de forestación y que el Banco Mundial comenzó a subvencionar la forestación. Casi al mismo tiempo (gobierno colorado) se votó la ley de zonas francas y poco después (gobierno blanco) la ley de privatización de puertos, que hoy, junto con la forestación, forman parte esencial del modelo celulósico.
Desde que gobierna el Frente Amplio, la aceptación y promoción de ese modelo ha adoptado, a veces, un cierto aire compungido, un discurso de “No nos gusta, pero es lo que hay; no podemos oponernos y tampoco quedar afuera”, que cada vez con mayor frecuencia adopta el tono entusiasta para cantar loas a la “modernización” y al “progreso”.
Los dirigentes blancos y colorados se ven en problemas. No quieren apoyar al gobierno, pero tampoco quieren cuestionar al modelo, entre otras cosas porque blancos y colorados fueron los que lo iniciaron. Entonces se limitan a cuestionar la gestión y a denunciar casos de corrupción. La realidad es que el modelo no tiene oposición significativa, sino partidos que disputan por gestionarlo. Eso le ha hecho decir al ex fiscal Enrique Viana que, en la práctica, en el Uruguay “vivimos en un régimen de partido único”.
Cabe preguntarse si realmente no existe alternativa a ese modelo agroindustrial y financiero que se ha ido instalando en los últimos treinta años. Las visiones pesimistas, y las interesadas, coinciden en que nada puede hacerse desde el Uruguay para evitar un modelo de desarrollo que abarca al mundo.
Sin embargo, hay cosas que llaman la atención. Que la bancarización sea obligatoria, por ejemplo, es una peculiaridad uruguaya, que no existe en casi ningún otro país del mundo. ¿Por qué tuvimos que ser más realistas que el rey? ¿Por qué fuimos en la bancarización más allá que la mayoría de los países europeos?
Volviendo al caso paradigmático de UPM, ¿hay necesidad de financiar con mil millones de dólares una infraestructura que no está pensada para el país sino para un proyecto agroindustrial en particular? Un proyecto que, además, ni siquiera está comprometido a instalarse en el país. ¿Hay necesidad de pasar por sobre la Constitución y ofrecerle a UPM participar en y controlar, además de las obras de infraestructura, la reforma de las normas laborales del país, los cambios en los planes de ordenamiento territorial de cuatro departamentos y los programas de enseñanza técnico-profesional de esos mismos departamentos? ¿No resulta demasiado?
Por resignación o complicidad, la mayor parte del sistema político ha resuelto no sólo no oponerse sino ser el abanderado de un modelo productivo y financiero que, desde hace décadas, incluida supuestamente la más próspera de nuestra historia, nos ha dejado una deuda gigantesca y no nos ha traído autonomía productiva, ni infraestructura, ni cuidado del medio ambiente, ni integración social, ni un sistema de enseñanza aceptable del que no deserten tres cuartas partes de los gurises. La culpa en el fondo es nuestra, de los ciudadanos, porque, por comodidad o por ignorancia, hemos confiado y dejado hacer más de la cuenta.
¿Es todo eso inevitable? ¿No hay ningún camino, ninguna estrategia que nos permita pensar nuestra economía, nuestro país y nuestras vidas con mayor independencia?
Sin caer en la ingenuidad, hay datos que indican que quedan aun espacios en los que, con creatividad y coraje, se puede ejercer cierta autonomía.
Probablemente eso es lo que deberíamos estudiar y discutir, cuando nos dejen algún rato libre los reclamos antidiscriminación y las mutuas acusaciones de corrupción que nuestro sistema político intercambia como si fueran flores.
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