Es una
historia que de no haber conocido a uno de sus protagonistas me hubiera
parecido una notable creación de un novelista. Fue real y sucedió a
comienzos de la Segunda Guerra Mundial cuando el nazismo anexó a Austria
(Anschluss) y comenzó a deportar judíos a los campos de concentración.
Por entonces vivía en Viena la familia Spielmann integrada por Wilhelm
(a quienes todos llamaban Willy), su mujer Sidy y dos hijos, Kurt
(1919) y Hans (1923). Los Spielmann formaban un clan muy representativo
de la alta burguesía vienesa de aquellos tiempos. Willy era el gerente
general del banco Brüll Kallmus y, como todo austríaco, amaba
incondicionalmente la música. Vivían en un cómodo apartamento en el
centro de la ciudad a pocas cuadras de la Ópera de Viena. Sus hijos
acudían a la escuela pública de la zona y su mujer era ama de casa.
Con el
Anschluss, el ambiente se volvió tenso y hostil hacia los judíos y como
una marea imparable fue contaminando a toda la sociedad austríaca. Los
amigos de los Spielmann les aconsejaban que se fueran del país. Willy
indignado se negaba, argumentando que "él había peleado en la Gran
Guerra (1914-1918) defendiendo al imperio Austro-Húngaro".
A
mediados de 1939, los Spielmann fueron desalojados de su apartamento por
las fuerzas de las SS y confinados a una pequeña vivienda de una
habitación, en las afueras de Viena, que debieron compartir con otra
familia judía. De allí a un campo de concentración era cuestión de
tiempo.
Thomas
era un amigo británico de Willy que vivía en Viena. Cuando se enteró de
lo que había sucedido, decidió enviarle una carta al entonces ministro
de Gran Bretaña en Montevideo, Eugen Millington Drake, de quien era
amigo de la juventud.
En agosto de 1939, Thomas escribió:
Estimado Eugen:
Luego
de un largo tiempo, retomo comunicación contigo (…). Debes sentirte
afortunado de estar lejos de Europa en estos momentos en que el
estallido de una nueva guerra es cuestión de semanas. Por el momento,
sigo viviendo en Viena, aunque viajo con frecuencia a Londres. El clima
de violencia e intolerancia en Austria es cada día más asfixiante.
Hoy
mismo en Viena presencié como en pleno centro y a la luz del día
arreaban como ganado a una docena de personas, supongo que judíos (…).
No hay dinero ni negocio, por mejor que sea, por el cual uno tenga que
ser testigo —y en cierta forma cómplice— de este régimen oprobioso. Por
eso, antes de marcharme definitivamente quisiera apelar a tu reconocida
generosidad y pedirte que ayudes a salir de este infierno a un querido
amigo austríaco que, por ser judío, estimo que él y su familia tienen
los días contados. Se llama Wilhelm Spielmann, es un hombre de una gran
cultura y, antes de que la barbarie se apoderara de este país, gozaba en
el ambiente financiero y empresarial de un enorme prestigio…
La carta
le llegó a Millington Drake dos días antes de que se produjera la
Batalla del Río de la Plata. Los conocidos sucesos que terminaron con el
hundimiento del Graf Spee hicieron que la respuesta del diplomático
inglés demorara. No obstante, en enero de 1940, y mediante gestiones
personales ante el canciller uruguayo Alberto Guani, Drake logró
que los Spielmann pudieran escaparse de Austria. El periplo está lleno
de episodios que no pueden ser comprendidos exclusivamente por la razón.
Lo cierto es que en abril de 1940, la familia Spielmann llegó a
Montevideo.
Durante
más de dos años vivieron en una casa de la calle Libertad que Drake
pagó de su bolsillo y también —a lo largo de todo ese tiempo— se hizo
cargo de todos los gastos de la familia; hasta que Kurt por entonces de
21 años y Juan de 18, lograron trabajo y estabilidad para mantener el
hogar. Willy era un hombre grande y por más que lo intentó, no pudo
encontrar trabajo. Tuvo serias dificultades para aprender a hablar el castellano con fluidez y abandonar su Austria natal fue un golpe que nunca
pudo superar. Al terminar la guerra, de los casi veinte primos que los
Spielmann tenían en Viena, solo habían sobrevivido tres. El resto
había muerto en Auschwitz.
Hace
cuatro años Juan me contó su historia y me autorizó a escribirla en un
libro. Entendía que si ese libro se publicaba sería su homenaje y el de
su familia a Millington Drake. Juan hablaba un perfecto castellano, pero
conservaba un acento alemán que nunca lo abandonó. Sentía un amor por el
Uruguay como pocas veces he visto.
"Este
país es una maravilla", decía y repetía. Es que el Uruguay lo recibió
con los brazos abiertos. A poco de llegar consiguió trabajo en una
fábrica de chocolates en Pocitos, luego trabajó en la compañía
Torrendell para después hacer una carrera en una agencia de publicidad.
Se casó, tuvo dos hijas que a su vez le dieron varios nietos y
bisnietos. Se divorció y volvió a formar un nuevo hogar.
De
tanto en tanto nos hablábamos por teléfono o nos reuníamos a tomar café.
Recuerdo que en una ocasión le pregunté si creía en Dios.
—Dios es para mí Millington Drake —me dijo.
El
pasado jueves Juan falleció. Tenía 94 años y hasta un par de meses antes
de morir conservó su admirable vitalidad, lucidez y agradecimiento al
Uruguay.
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