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lunes, 26 de junio de 2017

ANALISIS DEL EC. F. ISABELLA: EDUCACION Y ECONOMIA

Como en una tragedia griega, todos vemos venir la catástrofe, pero nadie puede evitarla. Los tambores de la guerra se sienten cerca. Como en cada instancia de discusión presupuestal desde hace 12 años, el campo de batalla quedará inundado de cadáveres. Cadáveres de las esperanzas en el proyecto de cambios, de la unidad del movimiento popular, del apoyo a la educación pública de una parte cada vez mayor de la población, de la motivación de miles de estudiantes para los que un largo conflicto será suficiente para abandonar los estudios, de otros tantos que seguirán migrando al sector privado. Hasta el sentido común y la inocente verdad pagarán con su sangre. Cómo hemos llegado a esto ? Se trata de un llamativo caso en que un extraordinario éxito económico es opacado por una desastrosa derrota política; de ahí lo del título.


Lo económico

Vamos al principio. Los últimos 12 años han atestiguado una monumental transferencia de recursos hacia la educación; tan monumental que sólo es superada por las necesidades que arrastraba la educación pública desde hacía más de medio siglo. Tan monumental que en toda nuestra historia no se había presenciado jamás un incremento sostenido de recursos semejante.

El gasto en educación en relación al PBI osciló entre 1 % y 1,8 % en la primera mitad del siglo XX

A partir de comienzos de los 60, y bajo la influencia de los trabajos de la CIDE (Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico), aumentó fuertemente, alcanzando niveles algo inferiores a 4 % sobre 1967, para inmediatamente, pachecato de por medio, derrumbarse a lo largo de casi todo el período neoliberal, ubicándose por debajo del vergonzoso nivel de 2% al final del gobierno de Luis Alberto Lacalle. Recién en la segunda mitad de los 90 comenzó un breve repunte que lo llevó a niveles de 3%, que nuevamente se derrumbaron con el despuntar de la catástrofe de 2002.

Ahí comienza el ciclo frenteamplista, en el que el gasto público en educación pasa de algo menos de 3 % del Producto Bruto Interno (PBI) a algo más del 5 % que alcanzará al final de este período de gobierno. Esto, además, en el marco de un PBI que casi se ha duplicado en este período. Es decir, una porción creciente, de un total también creciente, hace un volumen de recursos que crece de manera exponencial. El presupuesto sólo de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) pasó de 767 millones de dólares en 2004 a 1.820 millones de dólares en 2016. ¡Un incremento de más de 1.000 millones de dólares al año! Este es, sin dudas y por lejos, el presupuesto educativo más alto de toda la historia, mídaselo como se lo mida.

¿Parecen números fríos? Pongámosles calor. El salario de un docente grado 1 (o sea, al comenzar su carrera) por 20 horas semanales era, en 2005, de unos 6.000 pesos. Tomando en cuenta que los precios al consumo han subido, si lo expresamos a precios de hoy equivaldría a unos 15.000 pesos, casi el salario mínimo actual. El salario para el mismo docente titulado al inicio de su carrera y por las mismas 20 horas de clase (es decir, el piso de los salarios docentes) estará al final del período en algo más de 30.000 pesos. ¡El doble! ¿Se trata de un salario desmedido? Para nada. Es un salario que aún debe seguir creciendo. Pero duplicar el salario no es una mejora que pueda despreciarse. Además de aumentar el salario por docente, ha aumentado sustancialmente la cantidad de docentes. En 2004 había en inicial y primaria 18.800 docentes; en 2011, 21.500; en 2015, 22.723. La consecuencia de esto es que la cantidad de estudiantes por cada docente viene cayendo, lo que permite una mayor dedicación a cada estudiante y un menor desgaste de los docentes. Por ejemplo, en primaria en 2004 había 28 estudiantes por cada docente, y hoy son algo más de 23.

Estos datos marcan a las claras una realidad incuestionable. La educación pública uruguaya arrastra falencias presupuestales generadas en medio siglo de abandono. Pero en poco más de diez años se ha conseguido revertir buena parte de esos retrasos y, si bien todavía hay realidades que nos avergüenzan, lo cierto es que el impulso presupuestal desde que el Frente Amplio (FA) es gobierno señala un quiebre histórico de magnitud. Y esto debe entenderse en un contexto en el que muchas otras áreas importantes mostraban también enormes necesidades. Desde la salud hasta las pasividades; desde las políticas de transferencias a familias pobres con niños hasta la seguridad pública, la infraestructura o las políticas sociales en general. Sin embargo, la educación ha sido la prioridad absoluta en materia de gasto, llevándose uno de cada cuatro pesos de aumento que se han dado. No es posible afirmar que “se posterga” a la educación.

Lo político

Despejado lo económico, viene lo político. ¿Cómo es que esos incrementos presupuestales no se han constituido en los cimientos para una alianza política con la comunidad educativa que, mediante el fortalecimiento de la fuerza política en el gobierno, y convirtiéndose en su principal sustento político, asegurara primero y profundizara después los logros presupuestales? ¿Cómo se entiende que, en este contexto presupuestal, la confrontación del movimiento sindical educativo con el gobierno haya llegado a los niveles de crispación, tensión y enfrentamiento que venimos presenciando desde hace años? Estas preguntas están en el centro del nudo para entender el ciclo histórico de los gobiernos frenteamplistas; así que no pretendo agotarlas. Apenas aportaré algunas puntas que he venido rumiando.

Hay, por un lado, una descomunal incapacidad del FA (en su versión Poder Ejecutivo, pero más en sus versiones Poder Legislativo y fuerza política) de generar un relato que haga comprensibles y fácilmente reproducibles los enormes avances sociales logrados en estos años. El tiempo pasa, y el pasado se va olvidando; se desdibuja rápidamente en el recuerdo de la gente; llegan nuevas generaciones que han vivido la mayor parte de su vida bajo gobiernos frenteamplistas y que, por tanto, no conocen el punto de partida, ni los sacrificios a partir de los que se llegó a los logros actuales. Por tanto, no los reconocen como logros, sino que son su propio punto de partida.

Es necesario un relato político que recuerde que fueron el resultado de la lucha política y social, y que tan sólo una década atrás la lucha de los docentes era para poder comer; que no tenían cobertura de salud, ni ellos ni mucho menos sus familias, y que no tenían voz ni voto en los organismos de dirección de la educación. Pregúntele a un ciudadano cualquiera en qué ha mejorado el presupuesto educativo y seguramente no sepa responder. O le suceda, como me pasó a mí en una reunión de padres en la escuela de mis hijas, que le digan que “cada vez dan menos presupuesto a la educación”. Así es muy difícil…

A esto se suma una debilidad ideológica llamativa en dirigentes con la trayectoria (¡y la edad!) de los frenteamplistas, que consiste en un desbalance flagrante entre su capacidad de crítica interna (realmente exuberante) y su incapacidad de criticar, cuestionar y debatir con el movimiento social; que sí, también se equivoca. Es que la crítica es necesaria en todos los ámbitos para hacer síntesis. Pero hemos presenciado situaciones bochornosas como la sucesión de paros “preventivos” de 2015, mucho antes de que hubiera siquiera una propuesta presupuestal, que, como se comprobó después, impulsó la desmotivación y generó el abandono por parte de cientos de estudiantes y fortaleció el flujo migratorio hacia la educación privada de tantos otros. ¡Los sindicatos de la educación realmente han impulsado la privatización de la educación! Y no existió reacción política del FA para enfrentar esa calamidad. Claro, a nadie le gusta enfrentarse a posibles “aliados” y sufrir las tensiones que eso implica, y siempre es más simpático hacer un discurso para la tribuna, buscando el aplauso fácil.

Por el otro lado, la dirigencia sindical educativa ha mostrado una miopía tal que sus consecuencias para la educación y su presupuesto las vamos a ver en los próximos quinquenios. Dejándose manijear por la ultraizquierda, ha despreciado todas las mejoras presupuestales obtenidas, despreciando el esfuerzo no ya del gobierno, sino de toda la sociedad. Aplicando la magia del “es insuficiente”, alquimia inversa que convierte en arena todo el oro del mundo. Al enfrentar con saña al gobierno, debilita la única construcción política del pueblo uruguayo que es receptiva a sus planteos y con quien podría acordar en un horizonte común. Y a la vez se aísla a sí misma, genera una brecha cada vez mayor con la inmensa mayoría de la sociedad, debilita sus herramientas de lucha y abre paso a la restauración de la derecha.

Estos dos últimos hechos (el ataque gremial y la no defensa de la fuerza política) han generado a nivel del gobierno una sensación de impotencia y desprotección tal que en ocasiones ha respondido con errores flagrantes. Así, el decreto de esencialidad en 2015 o las declaraciones del entonces presidente José Mujica sugiriendo que los docentes se quejan mucho pero trabajan poco generaron una comprensible indignación.

Por otro lado, ha habido un error enorme al fijarse metas presupuestales como porcentajes del PBI. Los porcentajes del PBI son una medida útil para analizar, como lo hicimos aquí, el esfuerzo que una sociedad hace, en el largo plazo, en una determinada área. Pero para fijarse metas a corto plazo es contraproducente, por motivos que expliqué en una nota en este mismo medio hace casi dos años.

El problema se hace mucho más grave cuando esa meta, como el horizonte, se mueve a medida que uno avanza, de manera que nunca se alcanza. Está bien; así es la utopía. Pero para obtener fuerzas para seguir avanzando es necesario poder reconocer lo logrado y a partir de ahí, plantearse nuevos objetivos, y no como nos pasa en educación, donde nunca se valora el avance y, por el contrario, sólo se señala lo que falta, de forma que las frustraciones se acumulan. Primero fue el 4,5%; cuando lo estábamos alcanzando pasó a ser el 6%; para luego ser 6% solamente considerando a la ANEP y la Universidad de la República (Udelar) (¿a quién se le puede ocurrir que la Universidad Tecnológica, el Plan Ceibal o la formación de educadores sociales del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay sean educación, ¿vio?), y ahora es el 6% para la ANEP y la Udelar más 1% en I+D, lo que pasa a ser un 7% a secas, sin siquiera considerar que existen zonas de superposición entre ambas cosas. ¿O todo el gasto en institutos de investigación en la Udelar no son parte de la I+D?

Todo esto, y seguramente muchas otras cosas, han generado la enorme brecha que motiva esta nota y que pone al FA y a los gremios educativos en posiciones irreconciliables.

Pero, tranquilos. A la vuelta de la esquina, la derecha afila la guadaña con la que volverá a poner las cosas en su

El fetichismo* del porcentaje

06 • oct. • 2015 Fernando Isabella en Nacional

Columna de opinión.

El 6% para la educación se ha convertido (como antes el 4,5%) en una consigna, repetida hasta el hartazgo por actores sociales y políticos, empezando por la fuerza de gobierno. Al margen de que quizá muchos repitan el latiguillo sin tener del todo claro qué es el Producto Interno Bruto (PIB) y, por tanto, qué implica el 6% de eso, estoy convencido de que esta forma de establecer la distribución de recursos es un error técnico y político.

Empecemos por lo primero. La educación no necesita porcentajes; necesita, entre otras cosas, dinero. Y establecer el dinero a asignar fijando un porcentaje del PIB no es la mejor manera de hacerlo. En primer lugar, porque las necesidades de la educación (docentes a contratar o edificios a construir) no necesariamente suben cuando sube el PIB ni, mucho menos, caen cuando cae el PIB. Por tanto, atar a rajatabla los recursos al PIB no responde a las necesidades de la educación y puede ser muy peligroso.

En segundo lugar, porque, desde un punto de vista técnico, no hay, hasta donde yo sé, una discontinuidad en la relación inversión en educación-resultados en torno al 6%; no se trata de un umbral crítico. Es decir, no hay ninguna evidencia de que en las sociedades que dedican 5,9% del PIB a la educación los estudiantes aprendan significativamente menos que en las que dedican 6%. Obviamente, como en cualquier actividad, es mejor cuanto más recursos se disponga, al menos en principio. Pero entonces, lo relevante no es el “numerito mágico”, sino la tendencia.

Esta manera de establecer recursos presenta varios riesgos. Por un lado, el PIB puede tener movimientos imprevistos, que muchas veces se conocen a posteriori; la estimación del PIB se obtiene, por su complejidad, con varios meses de retraso, mientras que los recursos presupuestales hay que establecerlos antes del momento del gasto. Por lo tanto, el valor definitivo será una incógnita hasta bastante después de decidir el Presupuesto. Pero además, el valor del PIB, aun con varios meses de desfase, es una estimación; nunca se conoce a ciencia cierta el PIB exacto, por lo que el valor del indicador tampoco va a ser exacto.

Por otra, enfatizar en una asignación a partir de un porcentaje del PIB legitima que un gobierno, ante una caída del PIB, decida, para mantener el porcentaje, disminuir los recursos a la educación. Eso sería trágico, porque reducir los recursos (no el porcentaje, sino la cantidad de plata que se le da) implicaría cerrar escuelas y echar maestros. Pero, claro, sería legítimo, ya que se estaría manteniendo el porcentaje sagrado. Y ojo: en la última década los uruguayos nos hemos acostumbrado a que el PIB siempre crezca, pero la realidad es que si ampliamos un poco la mirada, veremos que eso fue excepcional y que lo normal en la economía (no en ésta; en todas) son los ciclos. Hay períodos de crecimiento y períodos de caída. Así que, sin dudas, más tarde o más temprano, el PIB va a caer. ¿Vamos a permitir que los recursos para la educación también caigan?

Es verdad que instituciones internacionales ampliamente reconocidas, como la UNESCO, utilizan esa forma de medir inversión en educación en sus comparaciones internacionales y en sus recomendaciones. Eso sí tiene mucho sentido, ya que utilizar el gasto en algún ítem (educación, pero también salud, intereses de deuda, etcétera) en relación con el PIB es una buena forma de medir, en el mediano y largo plazo, el esfuerzo que hace una sociedad en un área específica. Y a partir de ahí, hacer comparaciones. Desde esta perspectiva, no importa demasiado si pasa de 6,1% a 5,9% o viceversa; lo que importa es el entorno en el que se encuentra. Por lo tanto, lo importante no es si un país llegó a tal o cual cifra, sino el sentido en el que se movió el indicador y cómo se compara su valor con el de otras sociedades o con su propio pasado. Sirve para ver tendencias, no para establecer números mágicos.

Pero además, es un enorme error político, porque centra la discusión en elementos accesorios y hace pasar desapercibido el elemento central. Para ser más claros: en Uruguay nos hemos venido enredando, durante años, en que si lo que se invirtió en educación en realidad es el 4,5% o el 4,32%; si hay que contar dentro del gasto en educación, o no, al Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, a la formación policial o al Plan Ceibal. Y sin embargo, pasa casi desapercibido lo verdaderamente importante: el logro de estar viviendo lo que serán tres períodos de gobierno consecutivos con los presupuestos educativos más altos de la historia del país, y además crecientes. Y en ese entrevero, centrándose en si se llega o no se llega al número mágico, hay quienes manifiestan que el gobierno está “matando” a la educación. ¿Cómo se puede matar (presupuestalmente hablando) a la educación cuando se le otorga los mayores presupuestos de la historia? Enigmas del fetichismo del porcentaje.

Culto a un objeto o cosa a la que se le atribuyen cualidades mágicas.

Fernando Isabella

Economista

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