El Fondo de Solidaridad nació como una idea
del senador Luis Alberto Lacalle a la que él mismo, siendo presidente,
dio finalmente sanción. El propósito de la iniciativa era generar
instrumentos para que los estudiantes con dificultades económicas
recibieran apoyo para acceder a los estudios universitarios.
El espíritu del proyecto se puede deducir de una
expresión que, en aquel momento, se utilizó mucho. Se decía que el fin
perseguido con el Fondo era que, quien había mejorado su vida por haber
logrado un título universitario, colaborara con quien se iniciaba para
que éste tuviera las mismas oportunidades de progresar. El proyecto
terminó por aprobarse por la unanimidad de ambas cámaras.
Con el paso del tiempo las cosas fueron cambiando y se desnaturalizó el espíritu original. En 2002, con la crisis, se aprueba un adicional al Fondo de Solidaridad que afectó a las carreras de mayor extensión con un gravamen cuyo destino ya no fue la financiación de becas sino los gastos universitarios. Este adicional se dedica a inversiones en infraestructura, descentralización, enseñanza y publicaciones. La intención fue aportarle recursos a la Universidad cuando presupuestalmente era imposible hacerlo.
Al mismo tiempo, la burocracia comenzó a luchar por sus fueros y el porcentaje de las contribuciones usadas para gastos de administración fue creciendo. En la ley de 1994 se autorizaba hasta el 1% de los ingresos para gastos de funcionamiento pero, por ley de 2011, el porcentaje a usar subió al 7%. El Fondo se transformó en una persona pública no estatal y en el futuro su dirección será generosamente rentada y en la misma no tendrán intervención los profesionales.
Todo esto ocurre en una realidad diferente a la de 1994. En efecto, la aportación que realizan los profesionales universitarios es sustancialmente mayor a partir de la aprobación de la reforma tributaria. Y, a ese aporte, debe sumarse el que se efectúa -cuando así corresponde- a la Caja Profesional. Así mismo, es también muy diferente la situación económica del país y la magnitud del gasto público.
Creemos que llegó el momento de ordenar este proceso -del que todos de alguna manera somos responsables- que a la larga podría terminar eliminando, en los hechos, la gratuidad de la educación terciaria y universitaria. Bajo el argumento de aumentar la cantidad de becas, se va transformando el aporte solidario de los profesionales universitarios en la base y fundamento de la política nacional de becas universitarias, y se presenta a los profesionales como los únicos responsables de la misma.
No sabemos si el propósito del gobierno es ir, por una vía indirecta, hacia un sistema en el que se pague una matrícula, pero en forma diferida. Si esa fuera la intención sería bueno que se explicativa, porque el FA sería quien estaría terminando con la tradición de la gratuidad de la educación superior pública.
Si para lograr que un mayor número de jóvenes accedan a la universidad se necesitan más becas: ¿Por qué no crear un Sistema Nacional de Becas financiado por rentas generales y ejecutado por el Ministerio de Educación y Cultura? De esta manera se alcanzaría el objetivo perseguido y se avanzaría hacia un más justo reparto de las cargas públicas.
Con el paso del tiempo las cosas fueron cambiando y se desnaturalizó el espíritu original. En 2002, con la crisis, se aprueba un adicional al Fondo de Solidaridad que afectó a las carreras de mayor extensión con un gravamen cuyo destino ya no fue la financiación de becas sino los gastos universitarios. Este adicional se dedica a inversiones en infraestructura, descentralización, enseñanza y publicaciones. La intención fue aportarle recursos a la Universidad cuando presupuestalmente era imposible hacerlo.
Al mismo tiempo, la burocracia comenzó a luchar por sus fueros y el porcentaje de las contribuciones usadas para gastos de administración fue creciendo. En la ley de 1994 se autorizaba hasta el 1% de los ingresos para gastos de funcionamiento pero, por ley de 2011, el porcentaje a usar subió al 7%. El Fondo se transformó en una persona pública no estatal y en el futuro su dirección será generosamente rentada y en la misma no tendrán intervención los profesionales.
Todo esto ocurre en una realidad diferente a la de 1994. En efecto, la aportación que realizan los profesionales universitarios es sustancialmente mayor a partir de la aprobación de la reforma tributaria. Y, a ese aporte, debe sumarse el que se efectúa -cuando así corresponde- a la Caja Profesional. Así mismo, es también muy diferente la situación económica del país y la magnitud del gasto público.
Creemos que llegó el momento de ordenar este proceso -del que todos de alguna manera somos responsables- que a la larga podría terminar eliminando, en los hechos, la gratuidad de la educación terciaria y universitaria. Bajo el argumento de aumentar la cantidad de becas, se va transformando el aporte solidario de los profesionales universitarios en la base y fundamento de la política nacional de becas universitarias, y se presenta a los profesionales como los únicos responsables de la misma.
No sabemos si el propósito del gobierno es ir, por una vía indirecta, hacia un sistema en el que se pague una matrícula, pero en forma diferida. Si esa fuera la intención sería bueno que se explicativa, porque el FA sería quien estaría terminando con la tradición de la gratuidad de la educación superior pública.
Si para lograr que un mayor número de jóvenes accedan a la universidad se necesitan más becas: ¿Por qué no crear un Sistema Nacional de Becas financiado por rentas generales y ejecutado por el Ministerio de Educación y Cultura? De esta manera se alcanzaría el objetivo perseguido y se avanzaría hacia un más justo reparto de las cargas públicas.
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