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miércoles, 7 de septiembre de 2016

CHINA: LA MISERABLE VIDA DE LOS ANCIANOS



De madrugada, Liu Zhan se arranca a cantar cuando un grupo de voluntarios se acerca a darle un paquete con comida. Agradecida, suelta una sonora carcajada al terminar y, tras llevarse un aplauso, consigue que todos terminen entonando al unísono otro tema tradicional en cantonés. Con un optimismo desgarrador, esta vendedora ilegal de 78 años espera que den las 4 de la mañana para extender toda la mercancía recogida con anterioridad —principalmente ropa de segunda mano— y venderla de cinco a seis, momento en el que la policía no aparecerá por la zona. Con suerte, podrá hacerse con unos 20 dólares de Hong Kong (algo más de 2 euros) después de trabajar toda la noche.


En la ciudad con el mayor número de Rolls-Royce per cápita del mundo y con los alquileres más caros de Asia, la falta de una red de seguridad social y un sistema de pensiones efectivo ha dejado a miles de ancianos, como la señora Liu, en una situación en la que solo les queda una opción: trabajar hasta el final de sus días. “Yo ya tengo 78 años, nadie me quiere contratar, así que tengo que ganarme la vida como pueda. Si no hago esto, ¿qué futuro me espera?”, sentencia la anciana.

En el barrio hongkonés de Sham Shui Po, cuando cae la noche los mercadillos se visten de otro color. Mientras se apagan las luces de muchos puestos y los vendedores cierran sus quioscos, otros tantos aparecen con sus carros repletos de objetos de lo más variopinto para tratar de conseguir unas monedas con las que hacer frente a necesidades básicas.

Vendedores ilegales por la noche y recolectores de cartón de día, alrededor de 90.000 personas como Liu combinan diversos trabajos para poder llegar a fin de mes. Con el dinero que sacan y las minúsculas ayudas que reciben del Gobierno, resisten en una urbe en la que el contraste entre ricos y pobres impregna cada rincón. Mujeres ancianas, cuyas castigadas espaldas dibujan un ángulo de 90 grados, empujan con sus mermadas fuerzas carritos repletos de material reciclable por las calles del corazón financiero de la ciudad mientras se hacen hueco entre ejecutivos y rascacielos.

“En Hong Kong el 85% de los mayores no tienen ningún tipo de pensión”, apunta Ng Wai-tung, trabajador de la ONG Sociedad para la Organización de la Comunidad (SOCO). Desde el año 2000 la ciudad cuenta con un sistema de contribución obligatorio pero de gestión privada —conocido como MPF—, por lo que los mayores de 70 años no gozan de ningún plan de este tipo. “No creo que el MPF sea útil”, apunta Ng.

De la misma opinión es el profesor de Universidad Nelson Chow Wing-sun, quien considera este programa “ridículo por los pobres ingresos que genera”. La costumbre de que sean los hijos quienes se ocupen de sus progenitores al envejecer está muy arraigada en la sociedad china. Sin embargo, cada vez son más los que azuzados por el frenético ritmo de vida que impone esta ciudad, dejan de lado a unos padres que, orgullosos y obstinados, buscan su manera de subsistir.
Mujer recolectando cartón en el barrio de Sheung Shui. V. P.

“El dinero del Gobierno no es suficiente, pero no pido más. Eso sí, si un día no puedo trabajar y mantenerme quiero que las autoridades me ayuden”, explica la señora Chan, de 79 años, desde su puesto ilegal donde vende y vive en el corazón de Sham Shui Po. Sobre una vieja silla de plástico en la que se queda traspuesta, esta mujer de pelo lacio y gris y una pronunciada curva en su espalda explica que sus tres hijas le ofrecieron su casa para dormir pero no le compensaba. “Soy muy mayor y ahora no tiene sentido mudarme. Llegar hasta su casa me cuesta dos horas y además tengo que empujar el carrito. Hoy vivo aquí y mañana puede que muera”.

“Si solo quieres recibir eres un vago. Es un estigma social muy negativo”, comenta Ng. Por eso, a las 5:30 de la mañana la señora Chan acude a la puerta de algunos de los McDonalds y 7/11 que abarrotan la ciudad para recoger cartón y papel. Como si de un trabajo regulado se tratara, los martes, jueves y sábados vende el material recopilado, no sin antes haberlo humedecido para que aumente de peso. El resto del tiempo lo pasa recogiendo objetos que ya de noche vende a otros que tampoco gozan de una situación desahogada.

Entrar a un edificio con guardias de seguridad que rondan los setenta —aunque con rostros que les hacen parecer nonagenarios— y se apoyan adormilados en el mostrador forma parte del día a día de una ciudad que prioriza los megaproyectos e invierte una cantidad mínima en crear un sistema que proteja a su población en el futuro. En 2050 se prevé que el 42% de los habitantes de esta metrópoli tenga más de 65 años, convirtiéndose así en la ciudad de Asia con la población más envejecida, un reto al que el Gobierno de la ciudad no termina de hacer frente.

Además, según una encuesta online de Fidelity Worldwide Investment de 2013, en Hong Kong uno de cada cinco trabajadores de entre 30 y 40 años tampoco cuenta con un plan de jubilación. Esta situación, unida a la falta de acción del Gobierno, tiene visos de dejar a las futuras generaciones en la misma posición que la de Fok Mei-sung, una mujer de 66 años llegada de la China continental que ha ejercido durante años como limpiadora para una contrata del Gobierno y que recogía cartón y vendía en el mercado ilegal. Ahora, tras 15 años de trabajo a unos 3 euros la hora, el MPF total que le ha quedado es menor de 30.000 dólares de Hong Kong (unos 3.400 euros).

Desde el año pasado, la señora Fok ya no puede trabajar a consecuencia de una dolencia en la rodilla tras años de esfuerzo llevando pesos de un lado a otro. Ahora, con la ayuda de 2.285 dólares al mes (unos 260 euros) que le da el Gobierno por ser mayor de 65 años, no le llega para cubrir todos los gastos. Por si fuera poco, los hijos con los que vive tampoco ganan lo suficiente. Sin embargo, ella es feliz. “Me siento bien porque mis hijos y mis nueras me apoyan y puedo cuidar de mi nieta. Lo que sí me preocupa es mi salud y cómo evolucionará”, comenta consciente de que si algún día ella falta su familia no podrá afrontar el alquiler de los diez metros cuadrados en los que viven todos juntos.


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