Si Brasil tuviera un sistema parlamentarista, el gobierno de Dilma Rousseff hubiera caído con un voto de censura en el Congreso. Si tuviera un sistema semipresidencialista, el jefe de gobierno de Dilma hubiera caído a través de un voto de censura y la presidenta se estaría aprestando a cohabitar con un nuevo jefe de gobierno de distinto signo político apoyado en una nueva coalición parlamentaria. Pero Brasil tiene un sistema presidencialista y por tanto debe cargar con los típicos problemas y riesgos que ofrece ese diseño de gobierno (1).
Hace ya veinticinco años, Juan J. Linz señaló que el presidencialismo presenta dos problemas irresolubles (2). Por un lado, es un sistema rígido porque el mandato de sus autoridades no puede ser modificado. El presidente y los legisladores son elegidos por un período de tiempo fijo (tres, cuatro, cinco años) y ningún evento puede cambiar esa situación. Si el presidente se vuelve impopular o si el gobierno ingresa en una crisis política, el sistema no cuenta con mecanismos para removerlo e iniciar un nuevo ciclo político. Por otro lado, el presidencialismo establece la elección directa de ambos poderes de gobierno por lo cual crea dos entidades legítimas con derecho a reclamar el mandato ciudadano. Ante una crisis política, tanto el presidente como los legisladores pueden disentir respecto a la forma en cómo debe resolverse el problema e ingresar en un bloqueo de poderes permanente. El presidencialismo no ofrece mecanismos para resolver esa situación.
Pero como si fuera poco, Brasil cuenta con el sistema multipartidario más fragmentado del planeta, con más de dos decenas de partidos representados en la cámara. En ello influye un sistema electoral proporcional con voto preferencial o lista abierta que no solo favorece la fragmentación sino también las prácticas particularistas de los representantes electos. Con otro sistema de partidos -como el uruguayo o el chileno- el presidencialismo podría funcionar de otra forma, pero en Brasil el sistema de partidos hiperfragmentado eleva los costos de la toma de decisiones de gobierno.
En virtud de este esquema, el politólogo brasileño Sergio Abranches señaló a fines de los años ochenta, que "Brasil se gobierna en coalición o no se gobierna" (3). Es decir, el único prospecto serio y viable que tiene un presidente es construir una coalición mayoritaria y mantenerla. Para compensar su debilidad política, la Constitución brasileña de 1988 otorgó al presidente importantes poderes institucionales que normalmente son utilizados para negociar o mantener coaliciones. El o la presidente pueden aprobar Medidas Provisorias -un decreto similar a una ley- que más tarde debe revisar el Congreso, al tiempo que puede nominar a miles de funcionarios en ministerios, empresas y agencias públicas de la federación. Aún así, mantener una coalición resulta un ejercicio tortuoso pues los presidentes deben responder a las insaciables demandas de los legisladores acudiendo a "pagos adicionales" para pasar reformas por las cámaras. Así se volvieron corrientes prácticas reñidas con la ley que más tarde se transformaron en escándalos públicos incontestables.
Recordemos que la época dorada de la democracia brasileña comenzó en 1992, tras el juicio político al presidente Fernando Collor de Melo. En esa coyuntura, una coalición formada por el centrista PMDB, el socialdemócrata PSDB y el derechista PFL, cerró fila detrás del vicepresidente Itamar Franco. Dicho agrupamiento de partidos permitió a Fernando H. Cardoso gobernar el país sin mayores sobresaltos durante los siguientes años. Cuando en 2002, Lula ganó la presidencia, Brasil trocó su coalición de centro derecha por una de centro izquierda. El PT aprendió a los golpes que el país se gobernaba únicamente de ese modo. Luego de algunos fracasos legislativos, Lula debió negociar el ingreso al gabinete del PMDB logrando así un gobierno sólido y estable en sus dos períodos. Rousseff, electa en 2010, continuó por la misma senda, compartiendo el gabinete con el PMDB y con otros partidos menores. La historia muestra, como afirmaba Abranches, que para gobernar Brasil se necesita paciencia y capacidad de diálogo con un sinfín de actores políticos voraces.
No obstante, algo salió mal. Obsérvese que la crisis política que hoy sufre Brasil estuvo presidida por una sucesión de hechos que culminaron en el impeachment. En esa cadena de eventos, el determinante fue la ruptura de la mayoría legislativa y la emergencia de los típicos dilemas del presidencialismo. A la crisis económica siguieron las denuncias de corrupción, la pérdida de popularidad de Dilma, las intensas movilizaciones callejeras y finalmente, la salida del gobierno del mayor partido del sistema, el PMDB. Cuando ello ocurrió, los dados estuvieron echados para la presidenta. A partir de entonces, se configuró la perfecta combinación de factores para el impeachment, como bien enseña Aníbal Pérez Liñán (4).
En términos jurídicos, la Cámara de Diputados votó el juicio político a la presidenta, pero en términos políticos, lo que ocurrió el domingo fue un cambio de gobierno. La presidenta había perdido su coalición y en las cámaras se formó una coalición alternativa que terminó por asaltar el gobierno. Mientras Lula buscaba apoyos para evitar el impeachment a Dilma, el eventual futuro presidente, el peemedebista Michel Temer, repartía cargos de su futuro gobierno. La avalancha (o efecto manda como le llaman en Brasil) de legisladores a favor del impeachment no tardó en producirse. En cualquier otro sistema, este hecho se hubiere procesado a través del mecanismo institucional del voto de censura parlamentaria, pero en el rígido presidencialismo brasileño debió echarse mano al impeachment, aún cuando no existían argumentos legales sólidos para su aplicación. Algo similar ocurrió en Paraguay cuando el Congreso de ese país se deshizo en forma express del Presidente Fernando Lugo.
Algunos colegas, como el politólogo noruego Leiv Marsteintredet, interpretan estos sucesos como verdaderas mutaciones del sistema presidencialista. Sin cambiar sus atributos institucionales, los políticos presidencialistas se las ingenian para flexibilizar el sistema a través del uso del juicio político presidencial (5). Quien suscribe esta columna es bastante pesimista al respecto por creer que un impeachment es un episodio dramático del sistema presidencialista, que no tiene punto de comparación con el típico voto de censura parlamentario. Su aplicación genera traumas y heridas políticas que influirán en los acontecimientos políticos ulteriores. Para decirlo de otro modo, el estiramiento del juicio político (aplicación en casos dudosos) conlleva a situaciones de polarización política y descrédito institucional que terminan por deslegitimar al régimen democrático. Los partidarios de Dilma creen hoy que hubo un golpe institucional y sus opositores piensan que contribuyeron al nacimiento de un gobierno legítimo. Ambos están equivocados y ambos tienen algo de razón.
La votación del impeachment parece marcar el final del ciclo progresista en Brasil, inaugurado por Lula en octubre de 2002. El gigante sudamericano ingresa de esta forma -tan desprolija y traumática- en un nuevo ciclo de centroderecha al igual que acontece en otros países del continente. Hubiéramos preferido que un cambio de esa magnitud se procesara a través del voto ciudadano, dada la naturaleza del sistema presidencialista, y no en una cámara legislativa transformada en escenario de actores megalómanos de cuarta categoría. El riesgo asumido por la democracia brasileña con este episodio, exige una reflexión seria y profunda respecto a los problemas de fondo que tiene el sistema político. Brasil muestra un déficit institucional acuciante y debería encarar muy pronto una reforma política que cambie aspectos del régimen de gobierno y modifique las características principales del sistema electoral. Sólo por ese camino los brasileños podrán fortalecer su débil democracia y deshacerse de algunos problemas endémicos como el oportunismo político, los altos costos que hoy exige gobernar y la corrupción que hoy campea en todos los partidos.
Notas
(1) Que me disculpe el lector pero debo señalar que mi argumento es viejo y está desarrollado cuidadosamente en mi libro "Democracia, presidencialismo y partidos políticos en América Latina: Evaluando la "difícil combinación". Montevideo: Editorial Cauce. 2008
(2) Linz, Juan J. (1990) “The perils of the Presidentialism” Journal of Democracy, 1:51-69, 1990.
(3) Abranches, Sergio H. (1988). “Presidencialismo de Colizáo: O Dilema Institucional Brasileiro” en Revista Dados, Nº1. IUPERJ, Río de Janeiro.
(4) Pérez Liñan, Anibal (2003). Pugna de poderes y crisis de Gobernabilidad: ¿Hacia un nuevo presidencialismo? en Latin American Research Review, Vol. 38, No. 3, October. University of Texas.
(5) Marsteintredet, Leiv (2008). Las consecuencias sobre el régimen de las interrupciones presidenciales. América Latina Hoy, Vol.49: 31-50
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