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viernes, 5 de febrero de 2016

LA OPINION DE C. M. DOMINGUEZ: 8.500 EUROS MARCHARON A LA BASURA....O NO ?

No debe de haber muchos países en los que un banco tire 8.500 euros a la basura. Los bancos cuentan las transacciones por décimos y centésimos, ¿qué justificaría la desaparición de varios miles? La perplejidad por la hipótesis manejada en la sucursal Mercedes del BROU evita, sin embargo, otro estupor: el de ignorar a dónde se fueron.


Los descreídos sonríen con los dientes apretados. Asumen que antes o después de mover los residuos diarios de la sucursal –la noticia es del 26 de enero– alguien se los llevó al bolsillo. Pero no deja de ser una suposición, y hasta podría tratarse de un consuelo.

Los billetes estaban deteriorados, protegidos por cartones para evitarles un daño mayor, dentro de la bóveda. Fuera de circulación, iban camino al Banco Central para ser sustituidos. Mientras las autoridades realizan la indagación administrativa, dicen que pudieron caer al suelo y, confundidos con la digestión burocrática, marchar al vertedero en las afueras de Mercedes. Si yo fuera un agente de seguros o un detective, igual que los miles de uruguayos intrigados por la noticia, comenzaría por dudar entre dos opciones elementales: la inteligencia del delito y la llana estupidez.

No es difícil imaginar que un empleado derrama los billetes entre otros papeles, un ordenanza los barre y otro los recoge de la basura. Puede incluso que el del medio ni siquiera esté enterado, vea poco, tenga fama de distraído o de limpiar rápido. Es la tesis más sofisticada; en degradé, el tema acaba en la simplicidad de un ladrón solitario. Pero hay que probarlo. La opinión pública no conoce los detalles y sólo maliciosamente puede avanzar sus conjeturas. La otra hipótesis, en principio candorosa, nos sumerge en el problema abrumador, aunque plausible, de la indolencia.

Un adagio de Robert J Hanlon a propósito de las leyes de Murphy dice: “Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”. Pero Hanlon se desentiende de explicar la estupidez, que según Schiller ni siquiera los dioses lograron desterrar. ¿Una estructura por defecto?, ¿un gen arcaico?, ¿un daño colateral de la razón? La primera secuencia de este desconsuelo es la más difícil de imaginar: el modo en que llegaron los euros al suelo. ¿Desde un estante?, ¿por el envión de un codo desaprensivo? ¿De la esquina fatal de un escritorio cargado de expedientes? La secuencia siguiente es más sencilla: alguien barrió papeles y cartones sin ver lo que barría y los euros terminaron en el pico de las gaviotas.

Rechazaríamos esta suposición de plano sin la acumulación de una serie de episodios nacionales que abren una mala sospecha. Tomado a la ligera, viene a mi memoria el caso del barreminas Valiente, que por cuidar el tráfico por el mar de Rocha fue a cruzarse en el camino de un enorme carguero griego, con mortales consecuencias. Pero por no alejarnos de este verano, también la alarma desatendida por los operarios de la usina de agua potable de la Laguna del Sauce, que obligó a cortar el suministro de Maldonado en los primeros días de la temporada, o la asombrosa idea de custodiar los cuarteles con armas automáticas de última generación, pero sin balas. Más que impericia, parece una jactancia.

Los países ricos y los países pobres comparten muchas formas del orgullo, pero los primeros rara vez se equivocan. Se diría que convirtieron la lucha contra el error en un índice de progreso que supera el de las naciones donde reinan los equívocos. La diferencia corre por cuenta de las arbitrariedades de la historia, pero a poco de observar la persistencia con que Uruguay rechaza esa utopía capitalista, cualquiera se ve tentado de incluir al error entre sus más sólidos aciertos. Una sorda rebeldía personal que acata, pero no ama lo que hace, cumple consigo, y bajo un silencioso acuerdo de partes se desentiende del resto. “Yo entré en hora”, “yo trabajé”, “yo conté”, pero faltan 8.500 euros. El número es más irrelevante para las arcas bancarias que para las reservas morales que cada tanto quieren justificar el plus nacional, porque como decía Alfonso Reyes, el dinero, al fin de cuentas, es una función, y si la conjetura se afirma, una vez más estaríamos delante del agujero negro de la moral uruguaya, nunca discutida en ninguna mesa de empresarios y trabajadores, políticos, maestros, economistas y carpinteros. Algo que se ha hecho entre la soledad y la participación, sin voluntad, mientras se pensaba en otra cosa.

Hasta ahora nada ha sido probado y me limito a dibujar el tenor de las sospechas que despertó el caso. Qué alivio traería la investigación si revelara la astucia de un robo, el plan salvador de un solo culpable. La hipótesis de la estupidez obligaría a dudar de lo que no hacemos, ¿y quién querría ocuparse de lo que se de-sentiende? Naturalmente, también para esto Uruguay ha pergeñado el recurso del silencio.

Fuente: Semanario Brecha
Carlos María Dominguez

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