No debe de haber muchos países en los que un banco tire 8.500 euros a
la basura. Los bancos cuentan las transacciones por décimos y
centésimos, ¿qué justificaría la desaparición de varios miles? La
perplejidad por la hipótesis manejada en la sucursal Mercedes del BROU
evita, sin embargo, otro estupor: el de ignorar a dónde se fueron.
Los
descreídos sonríen con los dientes apretados. Asumen que antes o
después de mover los residuos diarios de la sucursal –la noticia es del
26 de enero– alguien se los llevó al bolsillo. Pero no deja de ser una
suposición, y hasta podría tratarse de un consuelo.
Los billetes
estaban deteriorados, protegidos por cartones para evitarles un daño
mayor, dentro de la bóveda. Fuera de circulación, iban camino al Banco
Central para ser sustituidos. Mientras las autoridades realizan la
indagación administrativa, dicen que pudieron caer al suelo y,
confundidos con la digestión burocrática, marchar al vertedero en las
afueras de Mercedes. Si yo fuera un agente de seguros o un detective,
igual que los miles de uruguayos intrigados por la noticia, comenzaría
por dudar entre dos opciones elementales: la inteligencia del delito y
la llana estupidez.
No es difícil imaginar que un empleado
derrama los billetes entre otros papeles, un ordenanza los barre y otro
los recoge de la basura. Puede incluso que el del medio ni siquiera esté
enterado, vea poco, tenga fama de distraído o de limpiar rápido. Es la
tesis más sofisticada; en degradé, el tema acaba en la simplicidad de un
ladrón solitario. Pero hay que probarlo. La opinión pública no conoce
los detalles y sólo maliciosamente puede avanzar sus conjeturas. La otra
hipótesis, en principio candorosa, nos sumerge en el problema
abrumador, aunque plausible, de la indolencia.
Un adagio de
Robert J Hanlon a propósito de las leyes de Murphy dice: “Nunca
atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”. Pero
Hanlon se desentiende de explicar la estupidez, que según Schiller ni
siquiera los dioses lograron desterrar. ¿Una estructura por defecto?,
¿un gen arcaico?, ¿un daño colateral de la razón? La primera secuencia
de este desconsuelo es la más difícil de imaginar: el modo en que
llegaron los euros al suelo. ¿Desde un estante?, ¿por el envión de un
codo desaprensivo? ¿De la esquina fatal de un escritorio cargado de
expedientes? La secuencia siguiente es más sencilla: alguien barrió
papeles y cartones sin ver lo que barría y los euros terminaron en el
pico de las gaviotas.
Rechazaríamos esta suposición de plano sin
la acumulación de una serie de episodios nacionales que abren una mala
sospecha. Tomado a la ligera, viene a mi memoria el caso del barreminas
Valiente, que por cuidar el tráfico por el mar de Rocha fue a cruzarse
en el camino de un enorme carguero griego, con mortales consecuencias.
Pero por no alejarnos de este verano, también la alarma desatendida por
los operarios de la usina de agua potable de la Laguna del Sauce, que
obligó a cortar el suministro de Maldonado en los primeros días de la
temporada, o la asombrosa idea de custodiar los cuarteles con armas
automáticas de última generación, pero sin balas. Más que impericia,
parece una jactancia.
Los países ricos y los países pobres
comparten muchas formas del orgullo, pero los primeros rara vez se
equivocan. Se diría que convirtieron la lucha contra el error en un
índice de progreso que supera el de las naciones donde reinan los
equívocos. La diferencia corre por cuenta de las arbitrariedades de la
historia, pero a poco de observar la persistencia con que Uruguay
rechaza esa utopía capitalista, cualquiera se ve tentado de incluir al
error entre sus más sólidos aciertos. Una sorda rebeldía personal que
acata, pero no ama lo que hace, cumple consigo, y bajo un silencioso
acuerdo de partes se desentiende del resto. “Yo entré en hora”, “yo
trabajé”, “yo conté”, pero faltan 8.500 euros. El número es más
irrelevante para las arcas bancarias que para las reservas morales que
cada tanto quieren justificar el plus nacional, porque como decía
Alfonso Reyes, el dinero, al fin de cuentas, es una función, y si la
conjetura se afirma, una vez más estaríamos delante del agujero negro de
la moral uruguaya, nunca discutida en ninguna mesa de empresarios y
trabajadores, políticos, maestros, economistas y carpinteros. Algo que
se ha hecho entre la soledad y la participación, sin voluntad, mientras
se pensaba en otra cosa.
Hasta ahora nada ha sido probado y me
limito a dibujar el tenor de las sospechas que despertó el caso. Qué
alivio traería la investigación si revelara la astucia de un robo, el
plan salvador de un solo culpable. La hipótesis de la estupidez
obligaría a dudar de lo que no hacemos, ¿y quién querría ocuparse de lo
que se de-sentiende? Naturalmente, también para esto Uruguay ha
pergeñado el recurso del silencio.
Fuente: Semanario Brecha
Carlos María Dominguez
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