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jueves, 30 de abril de 2015

JULIO FUENTES BARRETO: 4 MUERTES DE UNA OBRA DEL GENIAL CARLOS PAEZ VILARO

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Enredada entre tantos homenajes, panegíricos y recordatorios de la prolífica y singular trayectoria artístico cultural del maestro Carlos Páez Vilaró, la memoria colectiva uruguaya ha olvidado y ninguneado lastimosamente una de sus obras más impresionantes y eximias que “la piqueta fatal del progreso” asesinara por vez primera, fueron tres, hace más de medio siglo. El más impresionante mural que hasta el presente tuviese nuestra ciudad capital: Montevideo.



Dudo que en otras naciones del planeta  se hayan destruido tantas obras de arte como en esta y afirmaría -aunque algún fanático se ofenda- que por tal motivo los uruguayos carecemos de historia y que por no valorar lo poco que tenemos seguimos perdiendo identidad cada día, y agregaría, que las nuevas generaciones tan universalistas casi detestan tenerla; “cosas de viejos”, dicen, como si lo banal y transitorio estuviera por encima de nuestras raíces. Desde Jesús para acá nadie es profeta en su tierra.

Después, hipócritamente, nos vanagloriamos de lo que otros artistas lograran bajo “otros cielos, y otras banderas”, como Galeano, Benedetti, Carlos Ott, Drexler, Suárez, Forlán, Torres García y otros miles… También le sucedió a Carlos Páez Vilaró:  -Mirá vos, en el Edificio de las Naciones Unidas “tenemos” un mural pintado por Carlitos-, Como si Punta del Este no fuera más reconocida internacionalmente por CasaPueblo y su Sunset que por sus playas y el glamour del jet set argentino.  

Cierta mañana –quizás a finales de los 50’s- vimos detenerse un modesto camioncito en uno de los primeros andenes del Control de Ómnibus Interdepartamentales ubicado en la esquina de las calles Arenal Grande y Dante (hoy Víctor Haedo).

Del mismo descendió un señor treintón largo,  esbelto y dinámico, que junto a otros dos comenzó a descargar de la caja trasera una parafernalia de cachivaches; baldes y latas de pintura, escaleras de varias alturas, pliegos de papel enrollados, cajas de cartón, cajones de madera repletos de  útiles variopintos. Durante los días subsiguientes, nosotros (adolescentes de catorce a dieciséis que estudiábamos Dibujo Arquitectónico enfrente, en el IEC) al entrar y al salir de los cursos, curiosos, desde la vereda de enfrente le observábamos trepado en las escaleras; el overol pintarrajeado, una bolsa de tizas pendiente del cinturón, una mosca porfiada llenando de trazos y formas geométricas aquella gigantesca pared de cuarenta metros de largo por cinco, seis de altura.

Al principio era todo un misterio -en cada sector, paño y figura incomprensiblemente numerados-, con el correr de los días algo comenzaría a resolverse conjugando formas, ritmos y panoramas reconocibles. Al acercarnos supimos que las figuras brotaban de aquellos grandes pliegos de papel sulfito extendidos en el piso que él consultaba reiteradamente; habíamos descubierto y comprendido la magia de aquel gigantesco rompecabezas nonato.

El hombre: Mirada franca, carismática sonrisa, voz menuda y blanda, manos anchas y brazos fibrosos garabateados de pintura que inútil e instintivamente intentaba limpiarse en la camisa y el overol, con trapos de endémicas suciedades multicolores. Nosotros: Una docena de  habitués tímidos, un grupete de mirones interesado en la plástica, el dibujo y la pintura más que en las restantes materias tecnológicas, que nos acercábamos a observarle trabajar casi febrilmente. Una mañana, las manos en la cintura, nos encaró preguntándonos: “¿Y ustedes qué? ¿Solo vienen a mirar? ¿No se animan a darnos una mano, ayudarnos a pintar este muchacho?” Nadie podría resistirse a ese carisma.

Por supuesto que aceptamos, inmediatamente, ya. Un poco por solidaridad estábamos deseando la invitación,  ese hombre con su par de ayudantes no terminarían aquello ni en diez años… Nos fue mostrando donde estaban los pinceles, algunos dentro de latas con aguarrás. Indicándonos los tarros y baldes numerados,  dijo: Cada uno agarre su color y cuando vean un plano, figura, triángulo o lo que sea con su número lo pintan, ¿ta? Resuelto el misterio de los números. Así y todo nos llevó más de un mes cubrir totalmente aquel enorme lienzo de doscientos metros cuadrados.

Cada tanto -al menos tres veces por jornada- iba hasta  la vereda y se quedaba  durante un buen rato observando el progreso del mural. Durante un mes más todavía el artista regresaría diariamente a trabajar solo; sin modelo ni guía alguna, con una rapidez vertiginosa y siguiendo la pura inspiración del momento, contornearía las figuras exprimiendo sus pomos de óleo sin misericordia, presionando con el cabo del pincel los tornasolados gusanillos. Trazos simples, dobles, triples, estrellados, sinuosos, signos inconfundibles que a la postre  compondrían su estilo tan particular. Aquella pared que conocimos austera y hostil, gris –hoy tan amigable, rutilante de colores-, se había transformado en algo inolvidable y maravilloso.

Recién vinimos a saber como se llamaban, tanto él como el mural, cuando la última mañana lo bautizó y firmó: “ÉXODO DEL PUEBLO ORIENTAL”  CARLOS PÁEZ VILARÓ.

Reunió a toda la pandilla, a cada uno nos firmó y dedicó un pequeño cuadernillo con dibujos y viñetas suyas del conventillo Mediomundo (cuadernillo irrecuperable que en mi caso se ha perdido en rincones polvorientos de la memoria), y nos estrechó la mano a todos. Sinceramente. Gracias a todos… y a usted.

Cuando demolieron varias casas ruinosas para conectar la calle Mercedes con Dante, tres de los andenes del Control fueron eliminados, y junto a ellos se convirtieron en polvo quince metros de mural. Primera muerte. Aunque allí no terminaría el sacrilegio. Cuando en el 92 el viejo control dejó de funcionar, algún malparido -excúsenme el exabrupto-, ordenó cubrir lo restante del mural con sucesivas capas de una espantosa pintura gris piedra.  Segunda muerte. Pero la obra se resistía a desaparecer. Aquellos que “sabíamos” lo que allí abajo sobrevivía, observando al sesgo, aún distinguíamos los trazos dejados por el maestro. Los restos de los restos fueron demolidos en el 2012. Tercera.

Gracias Pepe por instrumentar el homenaje y reconocimiento, en vida, como debería ser; también gracias a quienes denominaron las Llamadas de este año con su nombre, donde  con noventa pirulos se colgó por última vez aquel viejo y ronco piano de Morenada. Gracias Carlos… por estar.

(*) Infructuosamente he buscado información sobre este mural y apenas aparece alguna línea perdida  con el nombre y como al pasar en su biografía;  no hay registros gráficos, ni dato alguno, características, fechas, medidas, sobre el mismo. Cuarta muerte y olvido.

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