Gordon Brown salió de Downing Sreet por la puerta trasera y ha regresado a la política británica como un héroe, el salvador de la unidad patria. Casi retirado desde que perdiera las elecciones en 2010, este escocés con 63 años y pocos amigos es señalado como el hombre que ha conseguido insuflar a la campaña del no la pasión y el patriotismo que necesitaba para convencer al indeciso electorado laborista. Esos ingredientes, junto con las presiones de la banca y las grandes empresas contra la independencia, han resultado decisivos.
Dotado de un intelecto privilegiado pero también de una personalidad muy compleja, retorcida, Brown parecía en 1994 destinado a liderar el laborismo como paso previo a convertirse en primer ministro. Pero, quizás como hijo que es de un pastor de la Iglesia de Escocia, fue incapaz de competir con la mediática sonrisa de su aliado y casi discípulo, Tony Blair, que le dejó atrás en la carrera.
Nunca lo comprendió. Nunca aceptó que un hombre al que consideraba intelectualmente inferior y, desde entonces, un rival del que nunca se podría volver a fiar, le hubiera ganado la partida. Aquello acentuó su carácter huraño y desconfiado. Y más aún cuando Blair no cumplió el pacto que siempre se ha dicho que sellaron en un restaurante ya desaparecido, el Granita, a tiro de piedra de la casa de los Blair. Un pacto no escrito por el que Brown aceptaba franquear el paso de Blair al liderazgo laborista y a Downing Street a cambio de darle a Brown todo el poder en política económica y cederle la silla de primer ministro a mitad de la segunda legislatura laborista.
Sus relaciones ya tensas se deterioraron aún más cuando Gordon vio que Tony no tenía intención de darle la vez. Brown se dedicó a hacerle la vida imposible a Blair entre bastidores, hasta que eso y muchas otras cosas obligaron a éste a dimitir. Brown se convirtió por fin en primer ministro en junio de 2007 y se estrenó a lo grande, afrontando con gran aplomo un atentado sin víctimas en el aeropuerto de Glasgow y unas graves inundaciones en el centro de Inglaterra. Su popularidad se disparó y empezó a especular con unas elecciones anticipadas. Pero, hombre siempre dubitativo, se echó atrás. Nunca se recuperó de aquel tropiezo y perdió los comicios de 2010.
Desde entonces se ha refugiado en su mundo, lamiéndose las heridas. Hasta que las circunstancias lo llevaron a convertirse en el salvador de la unión. El hombre destinado a levantar la mediocre campaña del no tenía que ser escocés y laborista. Y conocido. Y un patriota capaz de enardecer a las masas. Gordon Brown era el único político que cumplía todas esas condiciones. Sus apasionados discursos (“el voto de mañana no es sobre si Escocia es una nación. Lo es. Ayer, hoy y mañana. Digámoselo a los indecisos, a los que dudan. A los que no saben qué votar. Digámosles lo que hemos conseguido juntos”) han inclinado la balanza a fafor de la permanencia de Escocia en Reino Unido y han redimido los pecados de Gordon Brown, el héroe que ha vuelto de las catacumbas.
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