La globalización encabezada por Estados Unidos de América desde la caída del Muro ha producido la convergencia de modelos de crecimiento y la difusión de la tecnología en todo el mundo, con el consiguiente ascenso de economías emergentes como China, Rusia, India y Turquía. Pero esa convergencia, en lugar de crear un mundo plano y homogéneo, ha acentuado las diferencias, porque la fortaleza económica engendra una reafirmación cultural, política e incluso militar.
Como vemos a diario en el mar de China Oriental, Siria o Crimea, Occidente ya no tiene las riendas del orden mundial. No las tiene nadie. La globalización significa, sobre todo, la interdependencia de múltiples identidades.
En su reafirmación inicial, los emergentes pretenden revivir las identidades tradicionales o “comunidades orgánicas” del pasado, pero su afilado nacionalismo y su energía política son una reacción a la humillación, tanto real como imaginaria, infligida por Occidente cuando dominaba.
Isaiah Berlin tenía muy claro que el nacionalismo agresivo constituye una reacción, es “la rama que rebota” después de pisarla. Hoy puede verse en la China neoconfuciana que refuerza su poderío militar en el este asiático; en la Turquía neootomana; en el regreso del fundamentalismo hindú, a medida que se aproximan las elecciones en India.
Y en las últimas semanas, en Vladímir Putin, que se apodera de Crimea con la excusa del derecho a proteger a sus habitantes de lengua y etnia rusa y en nombre de un renacimiento de la civilización ortodoxa y eslava.
Por supuesto, existen intereses objetivos en juego, como los gasoductos y sus enormes ingresos. Pero la característica fundamental de este momento es que esos intereses son inseparables de las ideas de recuperación cultural nacional.
The Washington Post contaba en un blog reciente que, con motivo del Año Nuevo, Putin envió una lista de lecturas recomendadas a los gobernadores regionales de Rusia, en la que figuraban sus filósofos preferidos del renacimiento espiritual de principios del siglo XX: Nikolai Berdiaev, Vladímir Soloviev e Ivan Ilyin, a los que también suele citar en sus discursos públicos.
Al estilo de Dostoievski, y más tarde de Aleksandr Solzhenitsyn, todos ellos se consideraban custodios del modo de vida ruso. Místicos cristianos ortodoxos, les preocupaba que la democracia aplastara la noble alma rusa —preferían la monarquía o la autocracia como guardianes familiares de la sociedad— y que la cultura cosmopolita del Occidente materialista contaminara su espíritu.
Además, tenían una fe mesiánica en el destino eurasiático de Rusia como civilización situada entre Oriente y Occidente. (Hay que decir que Soloviev, más adelante, fue un liberal de estilo no occidental y se opuso a la rusificación forzosa y la discriminación de las minorías en su país.)
Al venerar y promover a estos pensadores, es como si Putin se creyese Vladímir el Restaurador, tras la humillación sufrida por Rusia desde la guerra fría, que ha calificado como “la mayor catástrofe” de la historia rusa.
Desde luego, Ilyin detalló la tarea histórica que Putin considera suya. “Confiamos en que llegue un día en el que Rusia se alce desde la desintegración y la humillación y comience una nueva era de desarrollo y grandeza”, escribió.
Occidente podría considerar ese sentimiento de contaminación y humillación como una muestra de la paranoia de un autócrata enloquecido, si no fuera porque fue un sentimiento compartido por dos de sus favoritos en la época de la guerra fría, Aleksandr Solzhenitsyn y Mijail Gorbachov.
Solzhenitsyn volvió del exilio a Rusia durante la disoluta presidencia de Boris Yeltsin, el periodo de máxima debilidad de Rusia, en el que se le invitó a integrarse en el G-8 y el mundo.
Una vez allí, Solzhenitsyn tardó poco en determinar que las libertades, la permisividad y el consumismo desaforado de aquellos años eran catastróficos para la esencia rusa. Incluso llegó a decir: “La glasnost de Gorbachov lo ha arruinado todo”.
El propio Gorbachov acabó resentido contra Occidente, al que acusaba de haberle traicionado y de tener “complejo de vencedor”. Cuando le entrevisté en Moscú en 2005, en el vigésimo aniversario de sus reformas, me dijo:
“Los estadounidenses no nos han otorgado el debido respeto. Rusia es un socio serio. Somos un país con una gran historia, con experiencia diplomática, con formación, que ha hecho grandes contribuciones científicas”.
“La Unión Soviética no era solo un adversario, sino un socio de Occidente. El sistema tenía cierto equilibrio”.
“Estábamos dispuestos a construir una nueva estructura de seguridad para Europa. Pero tras la descomposición de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia, la OTAN olvidó sus promesas. Se volvió una organización más política que militar, siempre dispuesta a intervenir en cualquier lugar ‘por motivos humanitarios’. Ya les hemos visto intervenir no solo en Yugoslavia sino en Irak, sin ningún mandato ni autorización de Naciones Unidas”.
Desde esta apasionada perspectiva de la restauración rusa, puede parecer lógico que Putin agradezca la amenaza de expulsión del G-8. De hecho, se encogió de hombros cuando se le preguntó en una reciente rueda de prensa.
Y el presidente del comité de Exteriores en la Duma, Alexei Pushkov, destacó, con razón, que hoy el G-20 ha sustituido ya al G-8 y que importa más qué van a hacer China e India, no solo Europa y Estados Unidos.
Putin parece comprender que la geopolítica de la identidad tiene unos límites en un mundo interdependiente. Al preguntarle en esa rueda de prensa cómo reaccionaría Rusia a las sanciones de Occidente por su intervención militar en Ucrania y Crimea, respondió: “Quienes hablan de sanciones deberían pensar ante todo en sus consecuencias... En el mundo moderno, donde todo se encuentra tan interconectado y todos son tan dependientes de todos los demás, claro que es posible hacer daño a otros, pero siempre es un daño mutuo”.
Los nuevos conflictos, desde el mar de China Oriental hasta Crimea, indican que necesitamos encontrar una nueva vía híbrida, que no borre las distintas identidades pero sí las fronteras que excluyen en lugar de acoger, que cierran en lugar de abrir.
La alternativa, escribe la novelista turca Elif Shafak en TheWorldPost, es “un nuevo cosmopolitismo” que sirva de antídoto contra el peligroso empuje de la xenofobia y del nacionalismo en todo el planeta.
“En vez de limitarnos a la oposición binaria de la política identitaria, debemos hacer todo lo contrario, multiplicar nuestras adhesiones y afiliaciones”, escribe. “Yo soy de Estambul, y soy del Egeo, y de Oriente Próximo, y de Asia, y de los Balcanes, y de Europa oriental, y de Europa, y de ninguna parte y del mundo entero. Cuantas más definiciones tenga una persona, más probabilidades tiene de que su identidad se solape con la de otra. Las identidades coincidentes unen a la gente y reducen las tensiones, el odio y los nacionalismos. Es más difícil odiar a otro cuando pensamos que tenemos muchas cosas en común”.
La tenue esperanza para el futuro es que seamos capaces de evitar la desintegración y el conflicto violento mientras se superan las humillaciones y se reviven las identidades en esta primera fase del orden mundial posamericano. Entonces será posible una interdependencia más equilibrada de las distintas identidades que armonice lo mundial y lo local, apoyada en instituciones y normas y en una cultura mixta del ciudadano global.
Pero no existen garantías de que 2014 no vaya a convertirse en un nuevo 1914 que nos devuelva al punto de partida.
Nathan Gardels es director de The WorldPost.
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